Si hubiera escritor de vena que se encargara de recopilar todas
las agudezas que del ex presidente gran mariscal Castilla se
refieren, digo que habríamos de deleitarnos con un libro
sabrosísimo. Aconsejo a otro tal labor literaria, que yo
me he jurado no meter mi hoz en la parte de historia que con los
contemporáneos se relaciona. ¡Así
estaré de escamado!
Don Ramón Castilla fue hombre que hasta a la Academia de
la Lengua le dio lección al pelo, y compruébolo con
afirmar que desde más de veinte años antes de que
esa ilustrada corporación pensase en reformar la
ortografía, decretando que las palabras finalizadas en
ón llevasen ó acentuada, el general Castilla
ponía una vírgula tamaña sobre su
Ramón. Ahí están infinitos autógrafos
suyos corroborando lo que digo.
Si ha habido peruano que conociera bien su tierra y a los hombres
de su tierra, ese indudablemente fue don Ramón. Para
él la empleomanía era la tentación
irresistible y el móvil de todas las acciones en nosotros,
los hijos de la patria nueva.
Estaba don Ramón en su primera época de gobierno, y
era el día de su cumpleaños (31 de agosto de 1849).
En palacio había lo que en tiempo de los virreyes se
llamó besamano, y que en los días de la
república y para diferenciar se llama lo mismo.
Corporaciones y particulares acudieron al gran salón a
felicitar al supremo mandatario.
Acercose un joven a su excelencia y le obsequió en prenda
de afecto un dije para el reloj. Era un microscópico
cañoncito de oro, montado sobre una cureñita de
filigrana de plata: un trabajo primoroso; en fin, una obra de
hadas.
-¡Eh! Gracias..., mil gracias por el cariño
-contestó el presidente, cortando las frases de la manera
peculiar suya, y solo suya.
-Que lo pongan sobre la consola de mi gabinete
-añadió, volviéndose a uno de sus
edecanes.
El artífice se empeñaba en que su excelencia tomase
en sus manos el dije, para que examinara la delicadeza y gracia
del trabajo; pero don Ramón se excusó
diciendo:
-¡Eh! No..., no..., está cargado..., no juguemos con
armas peligrosas...
Y corrían los días, y el cañoncito
permanecía sobre la consola, siendo objeto de
conversación y de curiosidad para los amigos del
presidente, quien no se cansaba de repetir:
-¡Eh! Caballeros..., hacerse a un lado..., no hay que
tocarlo..., el cañoncito apunta..., no sé si la
puntería es alta o baja..., está cargado..., un
día de estos hará fuego..., no hay que
arriesgarse..., retírense..., no respondo de
averías...
Y tales eran los aspavientos de don Ramón, que los
palaciegos llegaron a persuadirse de que el cañoncito
sería algo más peligroso que una bomba Orsini o un
torpedo Withehead.
Al cabo de un mes el cañoncito desapareció de la
consola, para ocupar sitio entre los dijes que adornaban la
cadena de reloj de su excelencia.
Por la noche dijo el presidente a sus tertulios:
-¡Eh! Señores..., ya hizo fuego el
cañoncito..., puntería baja..., poca
pólvora..., proyectil diminuto..., ya no hay peligro...,
examínenlo.
¿Qué había pasado? Que el artífice
aspiraba a una modesta plaza de inspector en el resguardo de la
aduana del Callao, y que don Ramón acababa de acordarle el
empleo.
Moraleja: los regalos que los chicos hacen a los grandes son,
casi siempre, como el cañoncito de don Ramón. Traen
entripado y puntería fija. Día menos, día
más, ¡pum! lanzan el proyectil.