He aquí otra tradición ajena, sin la que tampoco
puede pasarse mi libro, y que, en mi pluma, no es sino
rapidísimo extracto de la que, con mucha galanura de forma
y abundancia de pormenores, publicó en El Perú
Ilustrado mi carísimo compinche Perpetuo
Antañón. Quiero sí añadir que la
verdadera fuente de la historieta se encuentra en los Viajes o
Memorias de Stevenson, secretario de Lord Cochrane, obra a la que
remito, en consulta, a los que pretendan hacer más amplio
conocimiento con los dos protagonistas de la
tradición.
I
Concluía el segundo tercio del pasado siglo, y eran muy
populares en Lima dos mercachifles o buhoneros ambulantes, mozos
que frisaban en los veinte eneros. Hijo de la verde Erín
era el uno, rubio como unas candelas, de ojos azules y vigoroso
de formas, y bautizádolo había el pueblo con el
nombre de Ambrosio el Inglés. Era el otro un mancebo,
natural de Santander, en España, moreno de color y
agraciado de figura, a quien los vecinos de esta noble ciudad de
los Reyes conocían por Juanito el
Montañés.
Los dos mercachifles habían principiado por hacerse cruda
guerra, arrebatándose uno a otro la marchantería,
lo que nos autoriza para asegurar que no podían alcanzar
mucho medro. Por fin, después de dos años de mutua
enemiga, entraron en razón y convinieron en asociarse, lo
que fue acertadísimo; pues desde ese día empezaron
a prosperar que era una maravilla.
Los dos eran mozos extremados en todo, y tanto como se
habían odiado así se intimaron en la amistad.
Ambrosio el Inglés y Juanito el Montañés
durmieron bajo el mismo techo, partieron de un pan y comieron en
un plato, sin que hubiese entre ellos ni mío ni
tuyo.
¡Beneficios de la paz! Mientras existió entre los
dos mercachifles rivalidad abierta, apenas si ganaban para
mantenerse; pero al año de estar en armonía dieron
balance, y halláronse con que eran dueños de cien
peluconas, de esas que hoy no se ven ni en monetario.
Al montañés se le despertó la codicia, y
pensó ya en cosas mayores: poner tienda y dejarse de andar
corriendo calles. El inglés, más sesudo y
flemático, le combatió el pensamiento; pero
aferrado Juan con su idea, tuvo Ambrosio que ceder. Los
mercachifles se habían jurado, al asociarse, estar en
punto a negocios siempre tan unidos como los dedos de la
mano.
Alquilaron en la esquina de Judíos una covachuela casi
fronteriza al portal de Botoneros, la habilitaron con el
pequeño capitalito adquirido y con mil pesos más
que en zarazas, bayeta de Castilla y otros lienzos les fiaron
unos comerciantes, y... ¡a la mar, madera!
Pero fue el caso que con la nueva posición brotaron
ciertos humillos en nuestros ex mercachifles; cambiaron de traje
y método de vida y, digámoslo de una vez, hasta
Cupido, para cuyas flechas el gringo y el montañés
habían tenido sobre el pericardio del corazón doce
pulgadas de blindaje, se adueñó de ellos.
Dicho está con esto que tanto y tanto resbalaron, que
cayeron al fin de bruces, y se encontraron en quiebra y
endrogados en dos mil duretes.
-¿Y qué hacemos ahora? -preguntó Juanito a
su socio.
-¿Qué hemos de hacer? Entregar las llaves al
Consulado -contestó el irlandés.
-¡Qué Consulado ni qué niño muerto!
-exclamó el santanderino. Cerremos la tienda, tiremos las
llaves al río y echémonos a volar, que
¡quién sabe la suerte que Dios nos tiene
deparada!
-Sí, cuando menos la mitra de arzobispo para ti y el
bastón de virrey para mí -replicó con aire
de zumba el flemático Ambrosio.
-¿Y por qué no? De menos hizo Dios a Cañete
-concluyó el compañero.
Y desde ese día nadie volvió a ver en Lima ni a
Ambrosio el Inglés ni a Juanito el
Montañés.
II
El 6 de junio de 1796 fue día de fiesta solemnísima
en Lima, como que en él se realizó la entrada del
excelentísimo señor don Ambrosio O'Higgins,
marqués de Osorno y virrey del Perú, conocido en la
historia patria con el mote de El virrey inglés. Quien
pormenores biográficos conocer quiera sobre este personaje
y su rápido encumbramiento, búsquelos en nuestra
tradición titulada ¡A la cárcel todo
Cristo!
Dice Perpetuo Antañón (y mucho de esto
también cuenta en su libro el viajero Stevenson) que tan
luego como las campanas de la catedral anunciaron que el nuevo
virrey entraba en el palacio de Pizarro, salió del de
Toribio de Mogrovejo una magnífica carroza arrastrada por
seis robustas mulas piuranas, negras retintas, conduciendo al
ilustrísimo señor don Juan Domingo González
de la Reguera, caballero gran cruz de Carlos III y decimosexto
arzobispo de Lima, a hacer la visita de etiqueta al representante
del monarca. Cuando el venerable prelado se adelantaba a
saludarle, descendió el virrey del solio, avanzó a
su encuentro y le tendió los brazos, en los que se
arrojó el arzobispo, quedándose largo rato
tiernamente estrechados con gran asombro de los circunstantes.
Mientras así se tenían, un oidor que estaba cercano
diz que oyó, a fuer de buen oidor, que se cambiaron en voz
bajísima estas palabras:
-¡Juanito! ¡Quién nos dijera!...
-¡Ambrosio! Te lo dije... De menos hizo Dios a
Cañete.