Hombre que estaba muy lejos de tener los tres defectos del cuerno
-duro, vacío y torcido-, y que por el contrario,
tenía sus tres virtudes -firme, limpio y agudo-, era del
todo al todo, allá por los tiempos del
excelentísimo e ilustrísimo don Diego Ladrón
de Guevara, obispo de Quito, virrey y gobernador del Perú,
el señor don Gaspar Melchor de Carbajal y Quintanilla,
procurador general de los naturales de estos reinos, alguacil
mayor de rastros y mercados de la ciudad de los reyes y
cuñado de leche de un oidor de la Real Audiencia, por
cuanto era hermano de leche de la esposa de su
señoría.
Habitaba el tal unos cuartuchos en la baranda de Mundo, Demonio y
Carne, que así llamaban nuestros abuelos a la que forma el
ángulo de las calles del Arzobispo y Pescadería.
Rodeado de procesos, infolios y papelotes, y dando de rato en
rato un sorbo a la jícara de chocolate, hallábase
en su escribanía cierta mañana del año de
1716, cuando se armó un belén de todos los diablos
bajo sus balcones. El procurador, alzándose las gafas
sobre la frente, empezó por asomar la nariz, receloso de
que lloviesen pelotas de arcabuz; mas convencido de que todo no
pasaba de bullanga populachera, cobró ánimo,
levantó la celosía o rejilla, y sacando medio
cuerpo fuera del antepecho gritó:
-¡Ea, ea! Que la ciudad no es aldea, y cada renacuajo
aténgase a su cuajo; que el mercado no ha de ser como
costal de carbonero, sucio por fuera, sucio por dentro. Yo os
digo, muchachas, lo que dijo el asno a las coles: pax
vobis.
Y don Gaspar Melchor, que era otro Sancho Panza en la
condición refranesca y que no hablaba de corrido, sino
hilvanando refranejos, interrumpió su discurso porque en
este instante el rebullido calentaba, y tanto que un camotillo
disparado con pretensiones de pedrada, vino a dar a su merced en
plena calva.
-¡Jesucristo! -exclamó nuestro hombre,
tocándose el chichón y recogiendo del suelo el
proyectil-. ¡Para mi santiguada, que si es de los de a
cinco en libra me desequilibra! Bueno está el
chiquitín para el puchero; que lo que no ha costado, bien
llegado. Vamos a meter paz, como es de mi obligación,
antes que me digan: Lucas, ¿por qué no encucas? Que
todo no ha de ser cama de novios, blanda y sin hoyos, ni copo,
condedura y cebada para la mula. Con razón dicen que cada
mosca tiene su sombra, y que aquí como en Huacho, todo
borrico es macho.
Y tras calarse el chambergo, tomar la capa y coger la
alguacilesca vara, bajó a escape la escalera, canturreando
estos dos refranes:
«Hijo, no comas lamprea,
que tiene la boca fea.
¡Ay! Madre, casar, casar,
que el zarapico me quiere picar».
II
No recuerdo en cuál de mis tradiciones he apuntado que
hasta después de entrada la patria, era la plaza Mayor el
sitio donde se hacía el mercado, y tanto que hasta el
rastro, camal o matadero se hallaba situado a las inmediaciones,
en terreno sobre cuya propiedad andan hoy niños
zangolotinos en litigio con el Cabildo.
Así el virrey conde de Castellar como sus sucesores, duque
de la Palata, conde de la Monclova y marqués de
Castelldosríus, designaron para el gremio de camaroneros y
pescadores de bagres el espacio, en la calle que aún se
conoce por la de la Pescadería, desde la reja de la
cárcel de corte (hoy Intendencia) hasta la puerta de
palacio, que dista sesenta varas de aquélla. Las indias,
mujeres de los camaroneros, eran las encargadas de vender el
artículo; pero de pronto las expendedoras de pescado, no
obstante tener sitio señalado en la acera fronteriza al de
las camaroneras, empezaron a invadir el terreno de éstas,
surgiendo de aquí frecuentes peloteras y teniendo siempre
que acudir gente de justicia para que el olivo de la paz diese
fruto de aceitunas. Ambos bandos gastaban luego en papel sellado,
con gran provecho de tinterillos y escribanos, y los virreyes,
como hemos dicho, terminaban por decretar en favor de las
camaroneras. Las provisiones que comprueban esta
afirmación mía se encuentran en uno de los tomos de
manuscritos de la Biblioteca Nacional.
Aquella mañana, las camaroneras se habían
congregado en la esquina del Arzobispo, acaudilladas por
Veremunda, la más guapa mulatilla de Lima, según
decir de los condesitos y currutacos de la época.
Era Veremunda una mozuela de veinte años bien llevados,
color de sal y pimienta, que no siempre ha de ser de
azúcar y canela; ojos negros como el abismo y grandes como
desventura de poeta romántico, de esos ojos que parecen
frailes que predican muchas cosas malas y pocas buenas; boca
entre turrón almendrado y confitado de cerezas; hoyito en
la barba tan mono, que si fuera pilita, más de cuatro
tomaran agua bendita; tabla de pecho toda esperanza, como en
vísperas de boda; pie de relicario y pantorrillas de
catedral. Al andar, unas veces titubeábanla las caderas,
como entre merced y señoría, y otras se balanceaba
como barco con juanetes y escandalosa en mar de leva.
Vestía faldellín listado de angaripola de Holanda,
medias color carne de doncella, zapatitos negros con lentejuelas
de plata y camisolín de hilo flamenco con randas de la
costa abajo, dejando adivinar por entre el descote un par de
prominencias de caramelo coralino.
Veremunda era la florista más favorecida entre las que
sentaban sus reales en la vecindad del Sagrario, lugar bautizado
con el nombre de Cabo de Hornos, porque todo galán que por
ahí se arriesgaba a pasar, a buen librar salía con
un cuarto de onza menos en el bolsillo, gastado en un ramo de
flores o un pucherito de mixtura. Fuese por simpatías de
vecindad, o porque las camaroneras se habían propiciado su
apoyo con regalos de los mejores bagres y más suculentos
camarones, lo cierto es que Veremunda era tenida y acatada por
capitana del gremio. Es fama que el seriote don Gaspar Melchor de
Carbajal y Quintanilla se hacía flecos por los encantos de
la mixturera y andaba tras ella como mastín piltrofero,
diciendo:
«No tienes tú la culpa,
ni yo te culpo,
de que Dios te haya hecho
tan de mi gusto».
III
El señor alguacil mayor, metiéndose en un grupo de
pescadoras, las arengó de esta manera:
-¡Arrebuja, arrebuja!, que aquí está quien
desburbuja. Calma, muchacha, que la lima lima a la lima, y la
pera no espera, mas la manzana espera. No os parezcáis a
los perros de Zurita, que eran pocos y mal avenidos, y lo peor de
todo pleito es que de uno nacen ciento, y el que levanta la
liebre, siempre es para que otro medre. Quita tú
allá, pájaro granero, que no entrarás en mi
triguero.
Y blandiendo la vara, dirigíase a algunas de las
revoltosas:
-Cállate tú, ovejita de Dios, antes que el diablo
me despabile, y en la cárcel te trasquile. Silencio
tú, gran zamarro, que al buen callar le llaman Sancho, y
al bueno bueno, Sancho Martínez. Déjame pasar,
arrapiezo, y no me vengas con tilín tilín, como el
asno de San Antolín, que cada día era más
ruin.
Y penetrando en medio de las arremolinadas camaroneras, se
expresó así:
-¡Cuerpo, cuerpo! Que Dios dará paño.
Déjense de daca el gallo toma el gallo, porque se
quedarán con las plumas en la mano, y todo será
como el desquite de Perentejo, que perdió un ducado y
ganó un conejo, o resultar con el ajuar de la ventera,
tres estacas y una estera. Hijas, el que pleitea no logra canas
ni quijadas sanas. Más apaga buena palabra que caldos de
agua, y a las querellas hay que decirles: marmolejo, aquí
te hallé y aquí te dejo. A la mar, a la mar,
chirlos mirlos a buscar; que pato, ganso y ansarón, tres
cosas suenan y una son. No hay para qué tentarle el pulso
al gato ni meterse en cosas de justicia, que ella es como mi
compadre el del molejón, que a quien quiere amuela y a
quien no quiere non. Quieta tú, Manonga Pérez, que
te pareces a Daroca la loca, grande cerco y villa poca, o al
sonso Tinoco, mucha fachada y seso poco.
Y aproximándose a Veremunda le dijo muy a la oreja:
«Dios te salve, vida y dulzura, que tuyo soy con todas mis
coyunturas.
»¡Salero, viva lo tuyo!
¡Salero, viva mi amor!
Salero, viva la madre,
la madre que te parió».
El alguacil mayor de rastros y mercados era de los que dicen:
ciertas frutas en adviento, los sermones en el templo y la mujer
en todo tiempo.
-Bueno, bueno, bueno -contestó la rapaza-: mas guarde Dios
mi burra de tu centeno, que aquí y en la Magdalena,
hijito, el que no trae no cena.
-¿No tiene toca y pide arqueta, la dargadandeta? Anda,
conciencia de Puertoalegre, que vendes gato por liebre.
Y la china, que no era de las que se muerden la lengua, sino muy
criolla y decidora, repuso poniéndose las manos en la
cintura como asas de jarra filipina:
-¿Cómo te va, Mendo? Ni llorando ni riendo. Rebuzno
de asno sin pelo, no llega al cielo; y sin pedernal y estrego, ni
salta chispa ni brotafuego.
-Con la que lo dices, lo atices, grandísima arrastrada;
que ya dirá la gata al unto, te barrunté y te
barrunto.
Y el alguacil mayor se alejó, murmurando:
-Coces de yegua, amor para el rocín. ¡Santa Librada!
¿Si será la salida como la entrada?
Paréceme que los refranes de don Melchor Gaspar
tenían para la chusma más elocuencia que todos los
discursos y catilinarias de Demóstenes y Cicerón;
porque se apaciguaron los ánimos, cesaron las hostilidades
y hubo formal armisticio entre camaroneras y pescadoras.
IV
¿Cómo se las compuso el procurador general de los
naturales para que los decretos de cuatro virreyes dejasen de
ser, como hasta entonces, letra muerta? No sabré decirlo.
Lo que sé es que a la vista tengo la siguiente
provisión:
«Mando a vos, D. Dionisio López de Prado, teniente
de la compañía de a caballo de mi guardia,
sostengáis a las indias camaroneras en la posesión
del sitio que va desde la puerta del real palacio, que cae a la
Pescadería, hasta la reja de la cárcel de corte, y
las demás indias negras y mulatas no las inquieten ni
perturben, y que en ningún tiempo se sienten ni pongan
canastos en dichos sitios, y que guardéis y
cumpláis esta provisión, castigando con severidad a
los que la contravinieren.- Fecha en los Reyes, a los 2
días del mes de marzo de 1717 años.- Diego, obispo
de Quito.- Por mandato de su excelencia, Manuel Francisco de
Paredes».
El teniente don Dionisio López de Prado empezó por
meter en la cárcel un par de hembras leguleyas, que
pretendieron afirmar la bandera de rebelión con tres
silogismos y cuatro autoridades; y realizado este acto de
energía administrativa, no hubo ya quien osase levantar
moño contra las camaroneras.
Añade la tradición (que a las veces miente
más que politiquero de portal) que Veremunda, para
celebrar el triunfo de sus protegidas, dio un cachazpari, como
dice el nuevo Diccionario de la Lengua, en Amancaes, con mucho de
arpa, cajón y guitarra, y copas de alegría
líquida, vulgo chicha y aguardiente.
Estopeño o cañameño, cual me lo dieron lo
vendo. Dicen (yo no lo digo, que no soy mala lengua para
desprestigiar a nadie y menos a la autoridad) que el procurador
Carbajal y Quintanilla, dejando en casa y bajo siete llaves la
gravedad, echó una cana al aire, y tomando por pareja a la
florista, bailó una sajuriana o mozamala, de esas en que
hay cintureo de culebra cascabelillo.
Y con esto, lectores míos, y romo para pan y cebolleta no
es menester trompeta, paz y muerte con penitencia.