La sacristía de la iglesia de la Merced en Arequipa se
compone de dos salas, una donde se revisten los frailes para ir
al templo a celebrar, y que como tal sacristía en poco o
nada se diferencia de la de cualquier convento de la cristiandad;
y la otra, que podría llamarse antesacristía, es el
pasadizo obligado entre la iglesia y el claustro.
Como todo el edificio, la sacristía está construida
de calicanto. En el centro de su bóveda hay una claraboya,
idéntica a la que se ve en la Penitenciaría de San
Pedro en Lima, y cerca de ella un agujero por el que pasa la soga
de la campana con que se llama a misa a los fieles.
Los muebles apenas si son dignos de atención; pues se
limitan a una rústica banca de madera y a dos
confesonarios de la misma estirpe.
Colgados en las paredes hay varios lienzos pintados al
óleo; pero de tal antigüedad y tan mal conservados,
que ya tendría tarea el que se propusiese descubrir lo que
representan.
Uno de estos cuadros, que se halla sobre la puerta que cae al
convento y el único medianamente cuidado, representa a un
fraile revestido con los ornamentos de decir misa, con los brazos
abiertos y en actitud de pedir auxilio. En la coronilla tiene una
herida de la que brota sangre, viéndose manchas de ella en
la casulla y el pavimento. Parece que la escena empezó en
un altar que se distingue a la derecha, y en el que se notan
misal abierto sobre atril, patena, corporal y palmatoria, que
indican haber estado el fraile celebrando el Santo Sacrificio
cuando fue atacado por otro personaje que se ve a corta distancia
en situación de repartir porrazos con un cáliz que
en la mano tiene. Este personaje es un caballero vestido con
calzón a media pierna, medias de acuchillado, zapatos con
virillas de acero y capa flotante de paño veintidoseno de
Segovia.
Poniendo punto a este preámbulo indispensable, vamos a la
tradición explicatoria del emblemático lienzo.
¡A la mar, agua!
I
Hasta 1823 comía pan en la ciudad del Misti un hidalgo
llamado don Pedro Pablo Rosel, nacido en Arequipa e hijo de
español empingorotado y de arequipeña
aristocrática.
Este sujeto, que había recibido la más esmerada
educación que por aquellos tiempos diérase a mozo
de buen solar, y que sobre todo tema disertaba con recto
criterio, habría pasado hasta por hombre de esclarecido
talento y de buen seso, si de vez en cuando no se le escapara
este despapucho:
-Yo no soy un cualquiera, ¿estamos?
-¿Quién lo duda, señor Rosel? -le contestaba
alguno de sus tertulios.
-Sépase usted, mi amigo -continuaba don Pablo-, que
está usted hablando nada menos que con el príncipe
heredero del trono de Camaná; pero estos pícaros
zambos de los Roseles (que así calificaba a su parentela)
me robaron chiquito de palacio, sobornando a las damas de honor,
azafatas y meninas de mi madre la reina, y me trajeron a
Arequipa.
-¿Y cómo ha llegado Vuestra Majestad a descubrir
tamaña villanía?
-Por revelación del Arcángel San Miguel, que en
tres ocasiones se me ha aparecido y referídome las cosas
de pe a pa. Pero pronto arrojaré del trono al usurpador, y
esos zambos de los Roseles verán dónde les da el
agua.
Hemos dicho que fuera del tema de su locura, en todo lo
demás procedía don Pedro Pablo con juicio que le
envidiaran los cuerdos; pues como agricultor y comerciante lo
acompañaba el acierto, progresando su hacienda de
maravillosa manera.
Para no encallarse, rozándose con todo el mundo, con
mengua de su dignidad de príncipe real, don Pedro Pablo se
dejaba ver rara vez por las calles de Arequipa. En su casa y en
su intimidad sólo recibía media docena de amigos, a
los que tenía apalabrados para futuros ministros del
reino, y a fray Francisco Virrueta, del orden de la Merced,
arzobispo presunto de Camaná. Todos ellos llevaban el
amén al loco manso, discurrían con él sobre
un plan de hacienda, en virtud del cual las aceitunas de
Camaná valdrían su peso en plata, y disparataban ni
más ni menos que si estuvieran en Congreso aderezando
proyectos de ley o en Consejo de ministros a la de veras.
Regina, que así se llamaba la hija única de don
Pedro Pablo, y que era una muchacha tan seria y formalota que
parecía tener una vieja adentro, agasajaba a los tertulies
nocturnos de Su Majestad camaneja con una suculenta jícara
de chocolate acompañada de bollos. La princesita
sabía hacer los honores palaciegos.
Acostumbraba el padre Virrueta decir misa a las cinco de la
mañana en la iglesia de la Merced, y entre los pocos
asistentes a ella encontrábase con frecuencia don Pedro
Pablo, que en varias ocasiones se brindó a servir de
ayudante; que era Su Majestad camaneja hombre devoto y respetuoso
con la Iglesia, si bien, como Luis XI y Felipe II,
sostenía que los monarcas acatando mucho al
Pontífice, no deben cederle un palmo en asuntos temporales
de patronato.
Una de esas mañanas amaneció el loco manso con la
vena gruesa.
Toleró, mordiéndose los labios, que el sacerdote
consumiese la Hostia sin pedirle la licencia que a su juicio era
de rito cuando se celebraba ante el monarca; pero al ver que el
oficiante iba a consumir el sanguis con el mismo desacato y con
tanto menoscabo de las regalías del patrono,
arrebató el cáliz al padre Virrueta, y
dándole con él tan tremendo golpe en la cabeza que
casi se la partió en dos, le gritó furioso:
-¡Esa no te la aguanto, fraile mal criado! Te dejé
consumir la Hostia sin mi venia, creyendo que por
distracción no me la pediste; pero reincides
maliciosamente y te castigo como debo. ¡Chupa, fraile
mastuerzo!
Y como el loco se hallaba dominado por la furia, quiso seguir
menudeando golpes al pobre fraile, que no tuvo más
escapatoria que echar a correr. Afortunadamente para él,
enredoso su perseguidor en la cadeneta de la campanilla de un
altar y cayó al suelo, circunstancia que aprovecharon los
asistentes para atar codo con codo a Su Majestad camaneja.
Como era natural, el suceso causó gran alboroto en
Arequipa, no sólo por la cabeza rota del mercenario, sino
por la irregularidad en que quedó la iglesia por haberse
derramado en su pavimento el sanguis. Mientras teólogos y
canonistas se ponían de acuerdo con la autoridad
eclesiástica para la rehabilitación del templo,
permaneció éste cerrado por algunos meses.
Después de los consiguientes asperges, latinazos y canto
llano, dobles y repiques, se dio por nulo y sin valor todo lo
sucedido y por limpio y purificado el pavimento de la polluta
iglesia.
Terminadas las fiestas de rehabilitación, en las que el
padre Virrueta fue el protagonista, acordó la comunidad,
por voto unánime, hacer pintar un cuadro que conmemorase
el suceso y colocarlo cerca del altar. Pero el padre Virrueta
tomó por el susodicho cuadro más ojeriza que Sancho
por la manta, y mandó que se le trasladase a la
sacristía, donde es probable que permanezca mucho tiempo
todavía; porque el cuadrito ha resistido ya más de
medio siglo sin sufrir desperfecto por terremotos, incendios y
aguaceros. Hasta la polilla y los ratones le tienen miedo y no le
hincan diente.
II
Como es de suponer, la locura de Rosel obligó a la familia
a adoptar medidas, no sólo para evitar conflictos
posteriores, sino también para curarlo, si posibilidad de
ello había en los recursos de la ciencia. Pero a pesar de
galenos, el loco iba de mal en peor; y poniéndose cada
día más furioso, era peligro permanente para
vecinos y deudos. Sólo su hija Regina, que no era ninguna
señoritinga asustadiza, ejercía algún
dominio sobre él.
Se acordó definitivamente por la familia conducir a don
Pedro Pablo a una casita de campo, que en el pago de San Isidro,
a una milla de la ciudad, poseía el alienado; pero como
Regina no quiso consentir en que la traslación se hiciera
encerrando a su padre en una jaula, hubieron de confabularse
autoridad, deudos y médicos para arbitrar expediente en
que la violencia, el rigor o la camiseta de fuerza quedaran
excluidos.
Una mañana llegó a casa de Rosel un alférez
de carabineros reales con seis soldados lujosamente cabalgados y
equipadas, el que haciendo genuflexiones y cortesías
dijo:
-Majestad, vengo enviado por vuestros leales vasallos de
Camaná para poner en vuestro augusto conocimiento que el
trono está vacante, y que todos gimen y suspiran porque os
presentéis cuanto antes y libertéis a la patria de
ambiciosos y usurpadores que se disputan la corona. Si fuera
vuestra sacra y real voluntad poneros en camino ahora mismo,
brava y lucida escolta os ofrezco.
El rey, dando a besar su mano al emisario, contestó:
-Levántate, marqués de la Buena Nueva, que hacerte
merced quiero por tu fidelidad pura con tu soberano. Mi reino me
llama, y a su llamamiento acudiré con presteza. Nos
pondremos en marcha después de refocilar el
estómago. Regina, el almuerzo.
En la mesa no anduvo corto el flamante marqués en pintar
el entusiasmo de los camanejos por su monarca, pintura que
escuchó éste con aire de eso y mucho más me
merezco.
-Ya veremos cómo hacer felices a esos pobres diablos
-parecía decir la sonrisa bonachona de Su Majestad don
Pedro Pablo I de Cumaná.
Al salir al patio, uno de los soldados, hincando una rodilla en
tierra, le presentó un caballo soberbiamente enjaezado. El
monarca, poniendo la regia planta en el estribo, le
preguntó:
-¿Cómo te llamas?
-Marcos Quispe Condorí, taitai -contestó el
soldado, que era un indio rudo de la Puna.
-Pues algo ha de tocarte en la distribución de mis reales
mercedes, Marcos Quispe Condorí. Te hago desde hoy
caballero de espuela dorado, libre de todo pecho y anata.
-Dios te lo pague, taitai.
Y la comitiva emprendió el camino de la Amargura en
dirección al Calvario.
Faltaba una cuadra para llegar a la casita de campo, cuando se
presentaron de improviso hasta veinte hombres arrasados de
escopetas y sables mohosos, gritando «¡muera el
rey!».
El marqués de la buena Nueva y sus seis jinetes, al grito
de «¡viva el rey!» arremetieron sobre los
sediciosos, y éstos contestaron a escopetazos. La
zinguizarra no parecía de mentirijillas.
¿Qué creerán ustedes que hizo Su majestad?
Pues, señores, tuvo el buen sentido y la grandeza de
ánimo (que los caudillos cuerdos nunca tuvieron) de sacar
su pañuelo blanco, y con voz alterada por una gran
emoción, gritó:
-Me rindo, hijos míos, y que no se derrame sangre por mi
causa.
Decididamente, sólo un loco es capaz de abnegación
tamaña.
Los vencedores se apoderaron de don Pedro Pablo y lo encerraron
en un cuarto, remachándole antes al pie izquierdo una
cadena sujeta por aro de fierro a la pared.
Regina acompañó a su pobre padre en el cautiverio.
Probablemente la pérdida de la batalla (y con ella el
destronamiento y la prisión) influyeron favorablemente en
el sistema nervioso de Rosel; pues lo abandonó todo
arrebato de furia, volviendo a su locura inofensiva de erigir que
se le tratase con la consideración debida a un rey en
desgracia. Algo más: sentado en un sillón de
baqueta de Cochabamba, recibía a sus arrendatarios, con
quienes después de arreglar cuentas, hablaba juiciosamente
sobre el regadío y la sementera. También sus amigos
los ex ministros iban a visitarlo en ratos perdidos, maravilla de
que no podrá alabarse ningún poderoso caído:
«En tiempo de higos, abundan los amigos; pero en tiempo
agreste, nos huyen como de la peste».
Sólo el padre Virrueta le guardó al loco, que casi
lo descalabra, perpetra inquina. Su paternidad era durillo de
entrañas.
En su última enfermedad, creyose que Rosel había
recobrado toda la lucidez de la razón; pues rechazó
el tratamiento de majestad, protestando de semejante locura. El
médico y el confesor, persuadidos de que el moribundo
gozaba de cabal juicio, convinieron en que se le administrase el
Viático, sacramento que don Pedro Pablo pedía con
instancia.
Trajeron, pues, al Santísimo con acompañamiento de
medio Arequipa, que Rosel fue vecino servicial, honrado y muy
querido. Pero al oír música y la campanilla,
preguntó el enfermo qué ruido era ese:
contestándole el confesor que era la Majestad Divina que
venía a despedirlo para la eternidad, quedose Rosel un
rato pensativo, y con voz que apagaba ya la muerte,
murmuró como hablando consigo mismo:
-¡Bien! Que pase... Se juntarán dos
Majestades.
Con tan clara prueba de que la locura era persistente,
supondrá el lector que el cura regresó sin
administrar el Viático.
Como en 1823 no existía aún El Comercio ni diario
alguno noticioso, no he podido averiguar si el rey de los
camanejos mereció o no honores fúnebres de sus
súbditos.