Por los años de 183... el señor don Gregorio
Cartagena, presbítero de mucha ilustración y
campanillas, como que alcanzó a ser hasta consejero de
Estado, llegó una tarde a un pueblecito de la provincia de
Huamalíes, cuyo cura, después de agasajarlo en
regla, le dijo:
-Como ve usted, mi iglesia es pobrísima y mi curato de los
más desdichados en diezmos y primicias; pero así
estoy contento y lleno los deberes evangélicos de mi
ministerio con cierta complacencia íntima, pues no hay en
todo el Perú sacerdote que celebre el santo sacrificio con
más prendas de santidad que yo.
Por mucho que hizo el huésped no pudo arrancar del cura
palabras que aclarasen el sentido enigmático de su
última frase. Despidiéronse, y el señor
Cartagena pasó una noche de insomnio, dando y cavando en
qué podrían tener de especial las misas de aquel
buen párroco.
Al día siguiente el señor Cartagena antes de
continuar su viaje quiso celebrar misa. Díjolo al cura, y
éste puso gesto avinagrado. Manifestó que no
tenía más que un ornamento que de puro viejo era
hilachas; pero insistió Cartagena, y el otro tuvo que
ceder.
En efecto, revistiose don Gregorio con una alba de género
de algodón, amarillenta y llena de zurcidos, y una casulla
de damasco en iguales condiciones de ancianidad.
En el momento de elevar el cáliz, que nada tenía de
artístico ni de valioso, pues la copa era de una delgada
lámina de plata y la base de cobre dorado, fijose el
celebrante en que ésta tenía en la parte inferior
que descansaba sobre el mantel la siguiente
inscripción:
SOY
DEL DOCTOR DON
TORIBIO ALFONSO DE MOGROVEJO.
GRANADA.
AÑO DE 1572.
El enigma estaba descifrado.
Sabido es que Santo Toribio recibió órdenes
sagradas muy pocos años antes de ser nombrado arzobispo de
Lima. Quizá aquel cáliz le sirvió para
celebrar su primera misa.
Impúsose entonces el señor Cartagena de que cuando
el santo arzobispo hizo la visita de la diócesis,
encontró la iglesita de ese pueblo tan desprovista de
útiles, que obsequió al cura alba, casulla y
cáliz.
Esta prenda no debía permanecer en un obscuro lugarejo de
la sierra, y el señor Cartagena ofreció por ella al
cura quinientos pesos. El digno párroco resistió
enérgicamente a la tentación.
Mas, corriendo los años, llegó uno de abundantes
lluvias, y el techo de la iglesia vino al suelo. El pobre cura
emprendió viaje a Lima, buscó al señor
Cartagena y entre lágrimas y sollozos le pidió la
suma que antes había ofrecido por el cáliz, pues
necesitaba de esa limosna para impedir que la iglesia de su
pueblo acabase de derrumbarse. El señor Cartagena
aceptó con júbilo la propuesta, bajo la
condición de hacer por sí todos los gastos que la
refacción del santuario demandase, proveyéndolo de
otro cáliz y de ornamentos nuevos.
Poco más de tres mil pesos le costó el cáliz
de Santo Toribio.
Tal es la historia del cáliz que actualmente es propiedad
del ilustrísimo arzobispo de Berito y obispo de
Huánuco.