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XII. El robo de las calaveras

Por los años de 1565 no tenía la plaza Mayor de Lima, no digo la lujosa fuente que hoy la embellece, pero ni siquiera el pilancón que mandara construir el virrey Toledo.

En cambio, lucían en ella objetos cuya contemplación erizaba de miedo los bigotes al hombre de más coraje.

Frente al callejón de Petateros alzábase un poste, al extremo del cual se veían tres jaulas de gruesos alambres.

El poste se conocía con los nombres de rollo o picota. Junto al rollo se ostentaba sombría la ene de palo.

Cada una de las jaulas encerraba una cabeza humana.

Eran tres cabezas cortadas por mano del verdugo y colocadas en la picota para infamar la memoria de los que un día las llevaran sobre los hombros.

Tres rebeldes a su rey y señor natural Don Felipe II, tres perturbadores de la paz de estos pueblos del Perú (tan pacíficos de suyo que no pueden vivir sin bochinche) purgaban su delito hasta más allá de la muerte.

El verdadero crimen de esos hombres fue el haber sido vencidos. Ley de la historia es enaltecer al que triunfa y abatir al perdidoso. A haber apretado mejor los puños en la batalla, los cráneos de esos infelices no habrían venido a aposentarse en lugar alto, sirviendo de coco a niños y de espantajo a barbados.

Esas cabezas eran las de

GONZALO PIZARRO, el Muy Magnífico.

FRANCISCO DE CARBAJAL, el Demonio de los Andes.

FRANCISCO HERNÁNDEZ GIRÓN, el Generoso.

La justicia del rey se mostraba tremenda e implacable. Esas cabezas en la picota mantenían a raya a los turbulentos conquistadores y eran a la vez una amenaza contra el pueblo conquistado.

Gonzalo Pizarro y seis años después Francisco Hernández Girón acaudillaron la rebeldía, cediendo a las instancias de la muchedumbre. Su causa, bien examinada, fue como la de los comuneros en Castilla. Si éstos lucharon por fueros y libertades, aquéllos combatieron por la conservación de logros y privilegios.

Los primeros comprometidos en la revuelta, los que más habían azuzado a los caudillos, fueron también los primeros y más diligentes en la traición.

Esto es viejo en la vida de la humanidad y se repite como la tonadilla en los sainetes.

Volviendo a la plaza Mayor y a sus patibularios ornamentos, digo que era cosa de necesitarse la cruz y los ciriales para dar un paseo por ella, cerrada la noche, en esos tiempos en que no había otro alumbrado público que el de las estrellas.

No era, pues, extraño que de aquellas cabezas contase el pueblo maravillas.

Una vieja trotaconventos y tenida en reputación de facedora de milagros, curó a un paralítico haciéndolo beber una pócima aderezada con pelos de la barba de Gonzalo.

Otra que tal, ahíta de años y con ribetes de bruja y rufiana, vio una legión de diablos bailando alrededor de la picota y empeñados en llevarse al infierno la cabeza de Carbajal; y añadía la muy marrullera que si los malditos no lograron su empresa fue por estorbárselo las cruces de los alambres.

En fin, no poca gente sencilla afirmaba con juramento que de los vacíos ojos de las calaveras salían llamas que iluminaban la plaza.

Estas y otras hablillas llegaron a oídos de doña Mencía de Sosa y Alcaraz, la bella viuda de Francisco Girón.

Como uniformemente lo relatan los historiadores, Girón y doña Mencía se amaron como dos tórtolas, y para ellos la luna de miel no tuvo menguante. Doña Mencía acompañó a su marido en gran parte de esa fatigosa campaña, que duró trece meses y que por un tris no dio al traste con la Real Audiencia, y acaso el único, pero definitivo contraste que experimentó el bravo caudillo, fue motivado por su pasión amorosa; porque entregado a ella, descuidó sus deberes militares.

El 9 de diciembre de 1554 se promulgaba en Lima, a voz de pregonero, el siguiente cartel:

Esta es la justicia que manda hacer su majestad y el Magnífico caballero Don Pedro Portocarrero, maestre de campo, en este hombre por traidor a la corona real y alborotador de estos reinos; mandándole cortar la cabeza y fijarla en el rollo de la ciudad, y que sus casas del Cuzco sean derribadas y sembradas de sal y puesto en ellas un mármol con rótulo que declare su delito.

Muerto el esposo en el cadalso, la noble dama se declaró también muerta para el mundo, y mientras lo llegaba de Roma permiso para fundar el monasterio de la Encarnación, se propuso robar de la picota la cabeza de su marido. Ella no podía encerrarse en un claustro mientras reliquias del que fue el amado de su alma permaneciesen expuestas al escarnio público.

Desgraciadamente, sus tentativas tuvieron mal éxito por cobardía de aquellos a quienes confiaba tan delicada empresa. Doña Mencía derrochaba inútilmente el oro, y era víctima constante de ruines explotadores.

También es verdad que el asunto tenía bemoles y sostenidos. La Audiencia había hecho clavar en la picota un cartel, amenazando con pena de horca al prójimo que tuviese la insolencia de realizar una obra de caridad cristiana.

Diez años llevaba ya la cabeza de Girón en la jaula y más de quince la de Carbajal y Gonzalo, cuando un caballero recién llegado de España fue a visitar a doña Mencía. Llamábase el hidalgo Don Ramón Gómez de Chávez, y tan cordial y expansiva fue la plática que con él tuvo la digna viuda, que conmovido el joven español la dijo:

-Señora, mal hizo vuesa merced en fiarse de manos mercenarias. O dejo de ser quien soy, o antes de veinticuatro horas estará la cabeza de Don Francisco en sitio sagrado y libre de profanaciones.

Media noche era por filo cuando Gómez de Chávez, embozado en su capa de paño de San Fernando, se dirigió a la picota, seguido de un robusto mocetón cuya lealtad había bien probado en el tiempo que lo tenía a su servicio. El hidalgo encaramose sobre los hombros del criado, y extendiendo el brazo alcanzó con gran trabajo a quitar una de las jaulas.

Muy contento fuese con la prenda a su posada de la calla del Arzobispo, encendió lumbre y hallose con que el letrero de la jaula decía:

ESTA ES LA CABEZA DEL TIRANO
FRANCISCO DE CARBAJAL

Gómez de Chávez, lejos de descorazonarse, se volvió sonriendo a su criado y le dijo:

-Hemos hecho un pan como unas hostias; pero todo se remedia con que volvamos a la faena. Y pues Dios ha permitido que por la obscuridad me engañe en la elección, la manera de acertar es que dejemos el rollo limpio de calaveras; y andar andillo, que la cosa no es para dejada para mañana, y si me han de ahorcar por una, que me ahorquen por las tres.

Y amo y criado enderezaron hacia la Plaza. Y con igual fortuna, pues la noche era obscurísima y propicia la hora, descolgaron las otras dos jaulas.

Al día siguiente Lima fue toda corrillos y comentarios.

Y el gobierno echó bando sobre bando para castigar al ladrón.

Y hubo pesquisas domiciliarias, y hasta metieron en chirona a muchos pobres diablos de los que habían tomado parte en las antiguas rebeldías.

El hecho es que el gobierno se quedó por entonces a obscuras, y tuvo que repetir lo que decían las viejas: «que el demonio había cargado con lo suyo y llevádose al infierno las calaveras».

Gómez de Chávez, asociado a un santo sacerdote de la orden seráfica, enterró las tres cabezas en la iglesia de San Francisco.
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