El padre Calancha y otros cronistas dan como acaecido en
Potosí por los años de 1550 un suceso
idéntico al que voy a referir; pero entre los
cuzqueños hay tradición popular de que la ciudad
del Sol sirvió de teatro al acontecimiento. Sea de ello lo
que fuere, es peccata minuta lo del lugar de la acción, y
bástame que el hecho sea auténtico para que me
lance sin escrúpulo a llenar con él algunas
cuartillas de papel.
I
Fue Mancio Sierra de Leguízamo, natural de Pinto, a
inmediaciones de Madrid, un guapo soldado con todos los vicios y
virtudes de su época, pero con un admirable fondo de
rectitud.
Cuando Pizarro se dirigió a Cajamarca para apoderarse
traidoramente de la persona de Atahualpa, quedó
Leguízamo en Piura entre los pocos hombres de la
guarnición. Por eso no figura su nombre en la
repartición que el 17 de junio de 1533 se hizo del rescate
del inca.
Al apoderarse los españoles del Cuzco y saquear el templo
sagrado, cúpole a Leguízamo ser dueño del
famoso sol de oro; pero tal era el desenfreno de esa soldadesca,
que aquella misma noche jugó y perdió a un golpe de
dados la valiosísima alhaja. Desde entonces quedó
como refrán esta frase que se aplica a los incorregibles:
Es capaz de jugar el sol por salir.
Sin embargo, siempre que el cabildo del Cuzco le honraba con una
vara de regidor, olvidaba su pasión por el juego. En punto
a moralidad, Mancio Sierra podía entonces ser citado como
ejemplo; pero cuando dejaba de ser autoridad, volvía a
manosear la baraja y a dar rienda suelta a su antiguo
vicio.
Leguízamo evitó comprometerse en las contiendas
civiles, y a esta conducta mañosa y prescindente
debió acaso ser el único de los conquistadores que
no tuvo fin trágico. Como él mismo lo dice en su
testamento, fechado en el Cuzco el 13 de septiembre de 1559, con
él moría el último de los compañeros
de Pizarro. En ese curioso documento, que corre en la
Crónica agustina y del que Prescott publica un trozo,
Leguízamo enaltece el gobierno patriarcal de los incas y
las virtudes del pueblo peruano, dejando muy malparada la
moralidad de los conquistadores.
Leguízamo murió de médicos (o de enfermedad,
que da lo mismo) y tan devotamente como cumplía a un
cristiano rancio; pues la Parca cargó con él cuando
contaba ochenta eneros, largos de talle.
Mancio Sierra de Leguízamo, según aparece del
primer libro del cabildo o ayuntamiento del Cuzco, fue uno de los
cuarenta vecinos que en 4 de agosto de 1534 hicieron a la corona
un donativo de treinta mil pesos en oro y trescientos mil marcos
de plata. Consignamos esta circunstancia para que el lector se
forme idea de la riqueza y posición a que había
alcanzado en breve el hombre que un año antes jugaba el
sol por salir.
En la distribución de terrenos o solares, consta asimismo
de una acta que existe en el citado libro del cabildo que a
Leguízamo le asignaron uno de los mejores lotes.
Personaje de tanto fuste tuvo por querida nada menos que a una
ñusta o princesa de la familia del inca Huáscar; y
de estas relaciones naciole, entra otros, un hijo, cristianado
con el nombre de Gabriel, al cual mancebo estaba reservado ser,
como su padre, el creador de otro refrán1.
II
Había en el Cuzco por los años de 1591 una gentil
muchacha, llamada Mencía, por cuyos pedazos bebían
los vientos, no sólo los mancebos ligeros de cascos, sino
hasta los hombres de seso y suposición. Natural era que el
joven don Gabriel de Leguízamo fuera una de las moscas que
revolotearan tras la miel, y tuvo la buena o mala estrella de
que, para con él, Mencigüela no fuese de piedra de
cantería.
Pero era el caso que don Cosme García de Santolalla,
caballero de Calatrava y a la sazón teniente gobernador
del Cuzco, era el amante titular de la muchacha,
gastándose con ella el oro y el moro para satisfacer sus
caprichos y fantasías.
Con razón dice el romance:
«El amor es una cosa
(Dios nos libre y Dios nos guarde)
que hace perder los sentidos
al que los tiene cabales».
No faltó oficioso que tomara a empeño quitar a don
Cosme la venda que le impedía ver, y no fue poca la rabia
que le acometió al convencerse de que tenía adjunto
o coadjutor en sus escandalosos amores.
Paseaba una tarde el señor de Santolalla, seguido de
alguaciles, por la plaza del Cuzco, cuando don Gabriel, al doblar
una esquina, se dio con su señoría sin haber manera
de esquivar el importuno encuentro. Sonriose burlonamente el
joven y, haciéndose el distraído, pasó calle
adelante sin siquiera llevar la mano al ala del chambergo. A don
Cosme se le subió la mostaza a las narices, y
gritó;
-¡Párese ahí el insolente, y dese
preso!
Y a la vez los corchetes, gente brava cuando no hay peligro que
correr se echaron sobre el indefenso joven
diciéndole:
-¡Date, chirrichote, date!
Don Gabriel alborotó y protestó hasta la pared del
frente; pero sabida cosa es que; antaño como
hogaño, protestar es perder el tiempo y malgastar saliva,
y que el que tiene en sus manos un cacho de poder, hará
mangas y capirotes de los que no nacimos para ser gobierno, sino
para ser gobernados.
No hubo santo que lo valiese, y el mancebo fue a la
cárcel.
¿Les parece a ustedes que su delito era poca
garambaina?
«¡Cómo! ¿Así no más se
pasa un mozalbete por la calle, muy cuellierguido y sin quitarse
el sombrero ante la autoridad? ¡Qué! ¿No hay
clases, ni privilegios, ni fueros y todos somos unos?». Tal
era el raciocinio que para su capa hacía el de
Santolalla.
Aquel desacato clamaba por ejemplar castigo. Dejarlo impune
habría sido democratizarse antes de tiempo.
Los poderosos de esa época eran muy expeditivos para sus
fallos. A la mañana siguiente sabíase en todo el
Cuzco que al mediodía iba a salir don Gabriel, caballero
en un burro y con las espaldas desnudas, para recibir por mano
del verdugo una docena de azotes, en el mismo sitio de la plaza
donde la víspera había tenido la desdicha de
tropezar con su rival y la desvergüenza de no
saludarlo.
Los amigos del difunto Mancio Sierra se interesaron por el hijo,
y llegó la hora fatal y nada alcanzaban los
empeños, porque don Cosme seguía erre que erre en
llevar adelante el feroz y cobarde castigo.
Don Gabriel estaba ya en la calle, montado en un burro
semitísico y acompañado de verdugo, pregonero y
ministriles, cuando llegó un escribano con orden superior
aplazando la azotaina para el siguiente día. Era cuanto
los amigos habían podido obtener del irritado
gobernador.
El joven Leguízamo, al informarse de lo que pasaba, dijo
con calma:
-Ya me han sacado a la vergüenza, y lo que falta no vale la
pena de volver a empezar. El mal trago pasarlo pronto. Puesto en
el burro... aguantar los azotes. ¡Arre, pollino!
Y espoleando al animal con los talones, llegó al sitio
donde el verdugo debía dar cumplimiento a la
sentencia
III
Tal es el origen del refrán que algunos cambian con este
otro: Puesto en el borrico, igual da ciento que ciento y
pico.
Tres meses después, pasando al mediodía don Cosme
García de Santolalla por el sitio donde fue azotado don
Gabriel, éste, que se hallaba en acecho tras de una
puerta, lo acometió de improviso, dándolo muerte a
puñaladas.
Los vecinos del Cuzco auxiliaron al joven para que fugase a Lima,
donde encontró en la ilustre doña Teresa de Castro,
esposa del virrey marqués de Cañete, la más
decidida protección. Merced a ella y a sus influencias en
la corte, vino una real cédula de Felipe II, dando a don
Gabriel por bueno y honrado y declarando, aindamáis, que
en su derecho estuvo, como hidalgo y bien nacido, al dar muerte a
su ofensor.