Eran las primeras horas de la mañana del sábado 5
de junio de 1880.
Los rayos del tibio sol matinal caían sobre las paredes
azules de una casita de modesta apariencia, situada en la falda
del cerro de Arica y en dirección a la calle real del
puerto.
Un soldado del batallón granaderos de Tacna, con el rifle
al brazo, hacía su facción de centinela en la
puerta de la casita.
Quien hubiera penetrado en la pieza principal, que mediría
diez metros de largo por seis de ancho, habría visto por
todo humildísimo mueblaje una tosca mesa de pino, obra
reciente del carpintero del Manco Capac; unos pocos sillones
desvencijados, y ana gran banca con pretensiones de sofá,
trabajo del mismo escoplo y martillo. Al fondo y cerca de una
ventana aún entornada había una de esas ligeras
camas de campaña que para nosotros, sibaritas de la
ciudad, sería lecho de Procusto, más que mueble de
reposo para el fatigado cuerpo.
Sentado junto a la mesa en el menos estropeado de los sillones, y
esgrimiendo el lápiz sobre un plano que delante
tenía, hallábase aquella mañana un anciano
de marcial y expansivo semblante, de pera y bigote canos, mirada
audaz y frente despejada. Vestía pantalón de
paño grana con cordoncillo de oro, paletot azul con
botones de metal militarmente abrochado, y kepis con el
distintivo de jefe que ejerce mando superior.
Era el coronel Francisco Bolognesi.
No nos proponemos escribir la biografía del noble
mártir de Arica; pues por bellas que sean las
páginas de su existencia, la solemne majestad de su
último día las empequeñece y vulgariza. En
su vida de cuartel y de salón vemos sólo al hombre
que profesaba la religión del deber, al cumplido
caballero, al soldado pundonoroso; pero sus postreros instantes
nos deslumbran y admiran como las irradiaciones
espléndidas de un sol que se hunde en la inmensidad del
Océano.
II
Un capitán avanzó algunos pasos hacia la mesa, y
cuadrándose militarmente dijo:
-Mi coronel, ha llegado el parlamento del enemigo.
-Que pase -contestó Bolognesi, y se puso de pie.
El oficial salió, y pocos segundos después entraba
en la sala un gallardo jefe chileno que vestía uniforme de
artillero. Era el sargento mayor don Cruz Salvo.
-Mis respetos, señor coronel -dijo, inclinándose
cortésmente el parlamentario.
Salvo ocupó el sillón que le cedía
Bolognesi, y éste se sentó en el extremo del
sofá vecino. Hubo algunos segundos de silencio que al fin
rompió el parlamentario diciendo:
-Señor coronel, una división de seis mil hombres se
encuentra casi a tiro de cañón de la plaza...
-Lo sé -interrumpió con voz tranquila el jefe
peruano-; aquí somos mil seiscientos hombres decididos a
salvar el honor de nuestras armas.
-Permita usted, señor coronel -continuó Salvo-, que
le observe que el honor militar no impone sacrificio sin fruto;
que la superioridad numérica de los nuestros es como de
cuatro contra uno; que las mismas ordenanzas militares justifican
en su caso una capitulación, y que estoy autorizado para
decirlo, en nombre del general en jefe del ejército de
Chile, que esa capitulación se hará en condiciones
que tanto honren al vencido como al vencedor.
-Está bien, señor mayor -repuso Bolognesi sin
alterar la impasibilidad de su acento-; pero estoy resuelto a
quemar el último cartucho.
El parlamentario de Chile no pudo dominar su admiración
por aquel soldado, encarnación del valor sereno, y que
parecía fundido en el molde de los legendarios guerreros
inmortalizados por el cantor de la Ilíada. Clavó en
Bolognesi una mirada profunda, investigadora, como si dudase de
que en esa alma de espartano temple cupiera resolución tan
heroica. Bolognesi resistió con altivez la mirada del
mayor Salvo, y éste, levantándose, dijo:
-Lo siento, señor coronel. Mi misión ha
terminado.
Bolognesi, acompañó hasta la puerta al
parlamentario, y allí se cambiaron dos ceremoniosas
cortesías. Al transponer el dintel volvió Salvo la
cabeza, y dijo:
-Todavía hay tiempo para evitar una carnicería...,
medítelo usted, coronel.
Un relámpago de cólera pasó por el
espíritu del gobernador de la plaza, y con la nerviosa
inflexión de voz del hombre que se cree ofendido de que lo
consideren capaz de volverse atrás de lo una vez resuelto,
contestó:
-Repita usted a su general que quemaré hasta el
último cartucho.
III
Minutos más tarde Bolognesi convocaba para una junta de
guerra a los principales jefes que le estaban subordinados. En
ella les presentó, sin exagerarlo, el sombrío y
desesperante cuadro de actualidad, y después de
informarlos sobre la misión del parlamentario, les
indicó su decisión de quemar hasta el último
cartucho, contando con que esta decisión sería
también la de sus compañeros de armas.
El entusiasmo como el pánico han sido siempre una chispa
eléctrica. La palabra desaliñada, franca, tranquila
y resuelta del jefe de la plaza halló simpática
resonancia en aquellos viriles corazones. El hidalgo
Joaquín Inclán y el intrépido Justo Arias,
dos viejos coroneles en quienes el hielo de los años no
había alcanzado a enfriar el calor de la sangre; el tan
caballeresco como infortunado Guillermo More; el circunspecto
jefe de detall Mariano Bustamante, y el impetuoso comandante
Ramón Zavala, fueron los primeros, por ser también
los de mayor categoría militar, en exclamar:
«¡Combatiremos hasta morir!».
Y la exclamación de ellos fue repetida por todos los jefes
jóvenes, como los dos hermanos Cornejo, Ricardo O'Donovan,
Armando Blondel, casi un niño, con la energía de un
Alcides, y el denodado Alfonso Ugarte, gentil mancebo que en la
hora del sacrificio y perdida toda esperanza de victoria
clavó el acicate en los flancos del fogoso corcel que
montaba, precipitándose caballo y caballero desde la
eminencia del Morro en la inmensidad del mar. ¡Para tan
gran corazón, sepulcro tan inconmensurable!
Y todos, Inclán, Arias, More, Zavala, Bustamante, los
Cornejo, O'Donovan y Blondel, en la tan sangrienta como gloriosa
hecatombe de Arica, hecatombe que mi pluma rehúsa
describir porque se reconoce impotente para pintar cuadro de tan
indescriptible grandeza, todos, a la vez que Francisco Bolognesi,
cayeron cadáveres mirando de frente el pabellón de
la patria y balbuceando en su última agonía el
nombre querido del Perú.
IV
La única satisfacción que nos queda a los que
sabemos aquilatar el valor de las almas heroicas, es ver
cómo los pueblos convierten en objeto de su cariño
entusiasta, dándoles con el transcurso de los años
proporciones gigantescas, a los hombres que supieron llevar hasta
el sacrificio y el martirio el cumplimiento del deber
patriótico. Manifestaciones espontáneas del
sentimiento público, que se extienden más
allá de la tumba, nos revelan que la superioridad se
impone de tal modo, que cuando se abate para siempre una
existencia como la de Francisco Bolognesi, el espíritu que
se desprende del cuerpo inerte es imán que atrae y cautiva
el amor y el respeto de generaciones sin fin.
El coronel Bolognesi fue uno de esos hombres excepcionales, que
llegan a una edad avanzada con el corazón siempre joven y
capaz de apasionarse por todo lo noble, generoso y grande. Su
gloriosa muerte es un ideal moral que vive y le
sobrevivirá al través de los siglos, para
alentarnos con el recuerdo de su abnegación heroica de
patricio y de soldado.
Nosotros conocimos y tratamos a Bolognesi ya en la nebulosa tarde
de su existencia; pero para nuestros hijos, para los hombres del
mañana, que no alcanzaron la buena suerte de estrechar
entre sus manos la encallecida y vigorosa diestra del valiente
patriota, su nombre resonará con la pudorosa
vibración del astro que se rompe en mil pedazos.
De nadie como de Francisco Bolognesi pudo decir un poeta:
«Si tu afán era subir
y alzarte hasta el infinito
ansiando dejar escrito
tu nombre en el porvenir,
bien puedes en paz dormir,
bajo tu sepulcro, inerte,
mientras que la patria, al verte,
declara enorgullecida
que si fue hermosa tu vida
fue más hermosa tu muerte».
Este artículo motivó otro en la prensa chilena, al
cual dio el tradicionista la contestación que sigue:
Respuesta a una rectificación
El señor coronel del ejército chileno don D. J. de
la Cruz Salvo ha tenido a bien publicar en El Mercurio de
Valparaíso un artículo rectificatorio del que
escribí en el folleto que el 28 de julio dio a luz la
Sociedad Administradora da la exposición. Estimando los
corteses elogios con que me favorece el señor Salvo, paso
a contestarle, sin propósito, se entiende, de sostener
polémica; que para ella, ni las múltiples
atenciones que el servicio de la Biblioteca Nacional me impone,
ni lo decaído de mi salud me dejan campo.
Entre la narración que hace el señor Salvo de la
conferencia de Arica y la que yo hice, no hay otra diferencia
sino la de que aquélla es larga y minuciosa, y la
mía lacónica o sintética, como cuadraba a la
índole literaria de mi trabajo. No veo, pues, el objeto de
la rectificación en esa parte. Con distintas palabras, en
el fondo, el señor Salvo y yo hemos escrito lo
mismo.
Pasemos al único punto serio.
Niega el señor Salvo que en la respuesta dada por el
coronel Bolognesi al jefe parlamentario hubiera habido la frase
quemaré hasta el último cartucho. Muertos en el
combate casi todos los jefes peruanos que asistieron a la junta
de guerra, con excepción de los comandantes Roque Sanz
Peña, Marcelino Varela y Manuel C. de la Torre, apelo al
testimonio de éstos. El comandante Sanz Peña la ha
consignado en el brillante artículo que ha poco
publicó en Buenos Aires.
Por el mes de junio de 1880, toda la prensa del Perú y de
Chile se ocupó de la histórica frase. Recientes
estaban los hechos, y aquella era la oportunidad en que el
señor Salvo, tan celoso hoy, a los cinco años de la
conferencia, por salvar la verdad histórica, debió
haber escrito la rectificación que mi pobre
artículo le ha inspirado.
En cuanto al calificativo de vulgares que el señor coronel
Salvo da a las palabras del inmortal batallador del Morro de
Arica, permítame que le niegue competencia para tan
decisivo fallo. Así como las obras del espíritu se
juzgan sólo con el espíritu, así los
arranques del patriotismo se aprecian con el corazón y no
con la cabeza: se sienten y no se discuten. En la proclama de
Nelson, en Trafalgar -«la Inglaterra espera que todo buen
inglés cumplirá con su deber»- no puede caber
más llaneza. El famoso -¡Qu'il mourut!- de
Corneille, en los Horacios, es una exclamación de
encantadora sencillez. En un soldado de la educación de
Bolognesi, nada más natural y espontáneo que su
respuesta: quemaré hasta el último cartucho.
Y a propósito, y por vía de ampliación,
quiero terminar refrescando la memoria del señor coronel
Salvo, con la copia de unas pocas líneas de la
página 1125, tomo III de la Historia de la guerra del
Pacífico, por Benjamín Vicuña Mackenna,
volumen impreso en Chile a fines de 1881.
Dice así el historiador chileno:
«Llegado el parlamentario a la presencia del jefe de la
plaza, la conferencia fue breve, digna y casi solemne de una y
otra parte. Entablose el siguiente diálogo, que
conservamos en el papel desde una época muy inmediata a su
verificación, y que, por esto mismo, fielmente copiamos:
-Lo oigo a usted, señor -dijo Bolognesi con voz
completamente tranquila. -Señor -contestó Salvo-,
el general en jefe del ejército de Chile, deseoso de
evitar derramamiento inútil de sangre, después de
vencido en Tacna el grueso del ejército aliado, me
envía a pedir la rendición de esta plaza, cuyos
recursos, en hombres, víveres y municiones, conoce. -Tengo
deberes sagrados y los cumpliré quemando el último
cartucho. -Entonces está cumplida mi misión -dijo
el parlamentario levantándose, etc., etc.».
En la página 1127 pone el señor Vicuña
Mackenna una que, a la letra, dice: «la intimación
de Arica me fue referida por el mayor Salvo a los pocos
días de su llegada a Santiago, en junio de 1880,
conduciendo en el Itata a los prisioneros de Tacna y del Morro, y
la hemos conservado con toda la fidelidad de un
calco».
Ya verá el señor coronel Salvo que yo no he escrito
un romance, ni dado pábulo a mi fecunda
imaginación, como tiene la amabilidad de afirmarlo en su
artículo rectificatorio. Si Bolognesi no pronunció
la vulgaridad de quemaré el último cartucho en tal
caso, ateniéndonos a Vicuña Mackenna y
desdeñando otros informes y documentos oficiales,
sería el mismo coronel Salvo, y no yo, el inventor de esa
(para mí y para el sentimiento patriótico de los
peruanos) bellísima y épica vulgaridad.