En junio de 1824 hallábase el ejército libertador
escalonado en el departamento de Ancachs, preparándose a
emprender las operaciones de la campaña que en agosto de
ese año dio por resultado la batalla de Junín, y
cuatro meses más tarde el espléndido triunfo de
Ayacucho.
Bolívar residía en Caraz con su Estado Mayor, la
caballería que mandaba Necochea, la división
peruana de La-Mar, y los batallones Bogotá, Caracas,
Pichincha y Voltijeros, que tan bizarramente se batieron a
órdenes del bravo Córdova.
La división Lara, formada por los batallones Vargas,
Rifles y Vencedores, ocupaba cuarteles en la ciudad de Huaraz.
Era la oficialidad de estos cuerpos un conjunto de jóvenes
gallardos y calaveras, que así eran de indómita
bravura en las lides de Marte como en las de Venus. A la vez que
se alistaban para luchar heroicamente con el aguerrido y numeroso
ejército realista, acometían en la vida de
guarnición con no menos arrojo y ardimiento a las
descendientes de los golosos desterrados del
Paraíso.
La oficialidad colombiana era, pues, motivo de zozobra para las
muchachas, de congoja para las madres y de cuita para los
maridos; porque aquellos malditos militronchos no podían
tropezar con un palmito medianamente apetitoso sin decir, como
más tarde el valiente Córdova: Adelante, y paso de
vencedor, y tomarse ciertas familiaridades capaces de dar
retortijones al marido menos escamado y quisquilloso. ¡Vaya
si eran confianzudos los libertadores!
Para ellos estaban abiertas las puertas de todas las casas, y era
inútil que alguna se les cerrase, pues tenían
siempre su modo de matar pulgas y de entrar en ella como en plaza
conquistada. Además nadie se atrevía a tratarlos
con despego: primero, porque estaban de moda; segundo, porque
habría sido mucha ingratitud hacer ascos a los que
venían desde las márgenes del Cauca y del Apure a
ayudarnos a romper el aro y participar de nuestros reveses y de
nuestras glorias, y tercero, porque en la patria vieja nadie
quería sentar plaza de patriota tibio.
Teniendo la división Lara una regular banda de
música, los oficiales, que, como hemos dicho, eran gente
amiga de jolgorio, se dirigían con ella después de
la misa de ocho a la casa que en antojo les venía, e
improvisaban un baile para el que la dueña de la casa
comprometía a sus amigas de la vecindad.
Una señora, a quien llamaremos la señora de Munar,
viuda de un acaudalado español, habitaba en una de las
casas próximas a la plaza en compañía de dos
hijas y dos sobrinas, muchachas todas en condición de
aspirar a inmediato casorio, pues eran lindas, ricas, bien
endoctrinadas y pertenecientes a la antigua aristocracia del
lugar. Tenían lo que entonces se llamaba sal, pimienta,
orégano y cominillo; es decir, las cuatro cosas que los
que venían de la península buscaban en la mujer
americana.
Aunque la señora de Munar, por lealtad sin duda a la
memoria de su difunto, era goda y requetegoda, no pudo una noche
excusarse de recibir en su salón a los caballeritos
colombianos, que a son de música manifestaron deseo de
armar jarana en el aristocrático hogar.
Por lo que atañe a las muchachas, sabido es que el alma
les brinca en el cuerpo cesado se trata de zarandear a dúo
el costalito de tentaciones.
La señora de Munar tragaba saliva a cada piropo que los
oficiales endilgaban a las doncellas, y ora daba un pellizco a la
sobrina que se descantillaba con una palabrita animadora, o en
voz baja llamaba al orden a la hija que prestaba más
atención de la que exige la buena crianza a las garatusas
de un libertador.
Media noche era ya pasada cuando una de las niñas, cuyos
encantos habían sublevado los sentidos del capitán
de la cuarta compañía del batallón Vargas,
sintiose indispuesta y se retiró a su cuarto. El enamorado
y libertino capitán, creyendo burlar al Argos de la madre,
fuese a buscar el nido de la paloma. Resistíase
ésta a las exigencias del Tenorio, que probablemente
llevaban camino de pasar de turbio a castaño obscuro,
cuando una mano se apoderó con rapidez de la espada que el
oficial llevaba al cinto y le clavó la hoja en el
costado.
Quien así castigaba al hombre que pretendió llevar
la deshonra al seno de una familia, era la anciana señora
de Munar.
El capitán se lanzó al salón
cubriéndose la herida con las manos. Sus
compañeros, de quienes era muy querido, armaron gran
estrépito, y después de rodear la casa con soldados
y de dejar preso a todo títere con faldas, condujeron al
moribundo al cuartel.
Terminaba Bolívar de almorzar cuando tuvo noticia de
tamaño escándalo, y en el acto montó a
caballo e hizo en poquísimas horas el camino de Caraz a
Huaraz.
Aquel día se comunicó al ejército la
siguiente:
ORDEN GENERAL
Su Excelencia el Libertador ha sabido con indignación que
la gloriosa bandera de Colombia, cuya custodia encomendó
al batallón Vargas ha sido infamada por los mismos que
debieron ser más celosos de su honra y esplendor, y en
consecuencia, para ejemplar castigo del delito, dispone:
1º El batallón Vargas ocupará el último
número de la línea, y su bandera permanecerá
depositada en poder del general en jefe hasta que por una
victoria sobre el enemigo borre dicho cuerpo la infamia que sobre
él ha caído.
2º El cadáver del delincuente será sepultado
sin los horrores de ordenanza, y la hoja de la espada que
Colombia le diera para defensa de la libertad y la moral, se
romperá por el furriel en presencia de la
compañía.
Digna del gran Bolívar es tal orden general. Sólo
con ella podía conservar su prestigio la causa de la
independencia y retemplarse la disciplina militar.
Sucre, Córdova, Lara y todos los jefes de Colombia se
empeñaron con Bolívar para que derogase el
artículo en que degradaba al batallón Vargas por
culpa de uno de sus oficiales. El Libertador se mantuvo
inflexible durante tres días, al cabo de los cuales
creyó político ceder. La lección de
moralidad estaba dada, y poco significaba ya la subsistencia del
primer artículo.
Vargas borró la mancha de Huaraz con el denuedo que
desplegó en Matará y en la batalla de
Ayacucho.
Después de sepultado el capitán colombiano,
dirigiose Bolívar a casa de la señora de Munar y la
dijo:
-Saludo a la digna matrona con todo el respeto que merece la
mujer que en su misma debilidad supo hallar fuerzas para salvar
su honra y la honra de los suyos.
La señora de Munar dejó desde ese instante de ser
goda, y contestó con entusiasmo: