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El inca Bohorques

Si en el presente siglo tuvimos en América un aventurero francés que se proclamó rey de la Araucania, también a mediados del siglo XVII hubo otro europeo que bajo el nombre de Inca Huatlpa se exhibió como descendiente en línea recta de Manco-Capac y con derecho al trono de Huascar y Atahualpa. Así Aurelio I como nuestro Inca apócrifo encontraron partidarios entusiastas y fieles entre los indios y pusieron en graves atrenzos a los gobiernos.

Pocos, muy pocos son los datos que sobre el aventurero del siglo XVII nos suministran los escritores de aquel tiempo, y apenas si en alguno de ellos hemos bebido la noticia de su trágico fin. Con escasa tela no se hace cuadro de grandes dimensiones. Confórmese, pues, el lector con saber, que no es mucho, lo que hemos sacado en limpio sobre nuestro personaje.

Por los años de 1655 se presentó en Potosí, que era a la sazón el emporio de la riqueza, un don Pedro de Bohorques, natural de Granada, en España, a quien llama Mendiburu hombre tan astuto y emprendedor como un su colombroño andaluz nombrado don Francisco Clavijo de Bohorques, que quince años antes apareciera en Lima dándose por descubridor del país del Enim, donde el piso y techo de las casas eran de oro, las paredes de plata y los muebles incrustados de diamantes, rubíes, zafiros, ópalos y esmeraldas. ¡Bonito país, a fe mía!

Según el ameno escritor bonaerense don Lucio V. López, que de los dos Bohorques de que habla Mendiburu hace una sola personalidad, éste don Francisco, amén de embaucador de hombres éralo también de mujeres, con las que su marrullería en el hablar y la gentileza de su persona le conquistaron buenas fortunas. «Era un injerto (dice López) de Cagliostro, Mesmer y Casanova. Mentía por los codos, y como era el único que en aquel tiempo de la pajuela tenía fósforo en la imaginación, contaba con las enormes tragaderas de la naciente sociedad peruana para echar a rodar cada bola como un templo. Era además bruto de nota; porque cuando le convenía, para entretenerse con las muchachas, hacía dormir a las viejas, abuela, madre y tía, con un par de puñados de aire que los echaba a la cara; anunciaba temblores y la llegada de los galeones; hacía desaparecer y reaparecer las piochas del peinado de las damas; se tragaba agujas, partía naranjas que en lugar de pepitas escondían anillos; le sacaba sin que lo sintiese al mismo virrey las onzas del chupetín, o de las narices le extraía al alcalde de primer voto un par de huevos de gallina».

Para acometer la conquista del país del Enim, logró en 1643 enrolar hasta treinta españoles, azuzados por los vicios y por la codicia, y con ellos emprendió viaje por la ruta de Tarma y Jauja. Pero tales fueron los escándalos, abusos, trapacerías y extorsiones que él y sus compañeros cometieron en las primeras cincuenta leguas de camino, que la inquisición por un lado y la Audiencia por otro mandaron echarle guante. Traído a Lima Clavijo Bohorques, se le enjuició por ladrón, falsificador, embustero, sospechoso en materia de fe y venido a Indias para deshonra de andaluces. Se le desterró al presidio de Valdivia, y salió bien librado.

Volviendo al otro Bohorques (don Pedro), después de habitar por uno o dos años en Potosí, pasó en 1657 a Salta y Tucumán, donde engatusó tan por completo a los indios cachalquíes y de otras tribus, que lo paseaban en andas con escolta de ocho mil hombres, reconociéndolo por hijo legítimo del Sol e inca del Perú, con el nombre de Huallpa.

Bohorques se puso en relación con los jesuitas que por esas regiones catequizaban y hacían su agosto; y aunque diz que al principio anduvieron en buena inteligencia con el aventurero, a poco vino el rompimiento, y Bohorques expresó su resolución de ahorcar jesuitas si en término de tres días no se evaporaban, como en efecto se evaporaron, de los territorios sujetos a su imperial dominio.

La importancia del improvisado inca iba subiendo de punto, y tanto que alarmados el virrey, el gobernador de Tucumán y la Audiencia de Chuquisaca, despacharon contra los cachalquíes una expedición, compuesta de sesenta arcabuceros, cuarenta jinetes, cien infantes y dos cañoncitos pedreros. Aunque hubo muchas escaramuzas con éxito variado, corrió poca sangre; porque el gobierno quiso, antes de arriesgar batalla en forma, parlamentar con Bohorques, fiando acaso más en los recursos de la diplomacia y de la intriga que en el poder de las píldoras de plomo. No sé el cómo pasaron las conferencias; pero ello es que don Pedro se avino a volver a la vida civilizada, y que abandonó a sus vasallos, bajo el compromiso de residir en Lima, donde el gobierno lo asignaría para su manutención y decencia soldada de capitán.

Fuese que a los pocos años de estar en Lima la autoridad buscara pretexto para romper compromisos, o que en realidad se hubiera vuelto a despertar la ambición en Bohorques, lo positivo es que una noche dio con su humanidad en la cárcel de corte. Díjose que había llegado un chasqui de Chuquiavo con pliegos, en los que se hablaba de estar los cachalquíes alistándose para un nuevo alzamiento, que sería general en el Perú, y que Bohorques anclaba en conciliábulos con varios caciques de los pueblos vecinos al la capital del virreinato. Por si era cierto o no era cierto, la Real Audiencia resolvió cortar por lo sano, haciendo desaparecer el pretexto, por aquello de que muerto el perro se acabó la rabia. Suprimiendo al inca se mataba la revolución.

Bohorques tuvo, pues, como gráficamente escribe don Lucio, que entregar el rosquete al diablo.

Le dieron en 1667 garrote en la plaza de Lima, y su cabeza estuvo por un año aireándose en el arco del Puente, junto con las de ocho caciques considerados como sus cómplices de rebelión.
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