Gran soldado y gran caballero fue el capitán Luis Perdomo
de Palma, el mallorquín.
Leal a la causa del virrey Blasco Núñez de Vela,
gastó cuanto poseía para equipar una
compañía de piqueros y sobresalientes; mas en una
ocasión, sus soldados estuvieron a punto de desbandarse,
alegando que su capitán les era deudor de pagas cuyo monto
subía a mil ducados.
Súpolo Perdomo a buena sazón y se presentó
en medio de los amotinados.
-¿Por qué me queréis dejar? -les
dijo-.¿Heos dado motivo de agravio? ¿No os
traté siempre como a hijos?
-Perdone vuesa merced -contestó el cabecilla-. Bueno es
servir al rey moneda sobre moneda; pero ni pizca de gracia nos
hace esto de batallar al fiado. Si su majestad nos ha menester,
que nos pague la soldada, que vida horra y de menos peligros trae
la gente del gobernador. No a su campo vamos, que señor
por señor, de rebelde es su bandera; pero sí a lo
de la villa de la Plata en pos del descanso y de la
holgura.
Luis Perdomo de Palma frisaba ya en los cincuenta y su cabello
empezaba a blanquear. Había en su persona un sello tal de
altivez y nobleza, que inspiraba respeto y amor en cuantos le
trataban. Afeó con enérgicas razones la conducta de
los amotinados; y éstos, arrepentidos del villano
proceder, protestaron morir bajo la bandera del capitán y
renunciar a las pagas.
-No en mis días -contestó su jefe-: esperad un rato
que prométovos que poco he de valer o habéis de
quedar pagados esta misma vegada.
Y Luis Perdomo se encaminó a casa de un mercader y
solicitó de él un préstamo de mil ducados
por ocho días, tiempo en que esperaba recibir de su casa,
convertidos en dinero, los últimos restos de su
fortuna.
El mercader se encogió de hombros y contestó:
-Pobre prenda es una esperanza, que ella, señor
capitán, puede marrar, y más en los tiempos de
revuelta que vivimos. No me acomoda la prenda.
Ante la poca confianza que tan sin ambages le manifestaba el
mercader, otro hidalgo lo habría echado todo a doce,
tratádolo de perro y de judío y aun molídole
las costillas. Pero el noble caballero se revistió de
dignidad, y arrancándose un puñado de pelos de la
barba, dijo:
-¿Queréis que os empeñe, por ocho
días, estas honradas barbas?
El mercader era también hombre de gran corazón, y
descubriéndose con respeto, contestó:
-Sr. Luis Perdomo, con prenda tal podéis disponer de
cuanto valgo y poseo. Venid que os cuente los mil ducados.
Al vencimiento del plazo desempeñó el hidalgo los
pelos de su barba.
¡Qué tiempos! Y ¡qué hombres! La
semilla de éstos no ha fructificado.
¿Habrá, en el siglo XIX, no digo pelos, sino barba
entera que, para un usurero, valga medio maravedí?
Después de la batalla de Iñaquito, anduvo Luis
Perdomo de Palma, por dos años, a salto de mata y siempre
en armas contra Gonzalo Pizarro.
Francisco de Carbajal era dueño de Chuquisaca.
Luis Perdomo, que vivía oculto en un monte, a pocas leguas
de la ciudad, púsose de acuerdo con el alférez
Betanzos, de las tropas de Don Francisco, para matar a
éste el día de San Miguel y levantar bandera por el
rey.
Comprometiéronse en el complot Alonso Camargo, regidor de
la ciudad, Bernardino de Balboa y muchos de los soldados de la
Entrada.
El alférez Betanzos traía en las venas sangre de
Judas; porque fuese a Carbajal y le denunció los
pormenores del plan revolucionario. El Demonio de los Andes
echó la zarpa encima a los principales conjurados, y
encomendó a Betanzos que, pues él conocía el
sitio donde se refugiaba Perdomo, fuese con cuatro hombres de su
confianza y, muerto o vivo, lo trajese a Chuquisaca.
Era la del alba y el capitán dormía descuidado en
la espesura del monte, cuando despertó sobresaltado por un
ligero rumor que sintió entre las ramas.
A pocos pasos de él estaban Betanzos y sus cuatro
hombres.
Perdomo desenvainó su daga y emprendió la fuga,
batiéndose desesperadamente con sus perseguidores.
Había ya conseguido dejar a dos de éstos fuera de
combate y logrado poner el pie sobre un grueso tronco, que
servía de puente a un caudaloso arroyo de cinco varas de
ancho y que corría encajonado en un profundo lecho, cuando
alcanzó Betanzos a darle tan recia cuchillada en la mano
derecha, que ésta quedó pendiente de un
tendón o nervio.
Sin embargo, el fugitivo pudo llegar a la orilla opuesta y dar un
puntapié al tronco, que fue arrastrado por la
corriente.
Y aquel valiente, cuya energía no se doblegaba ante el
dolor físico, se inclinó hacia el suelo, puso la
planta sobre la desprendida muñeca, y haciendo un esfuerzo
de sobrenatural desesperación, se arrancó con la
izquierda la mano derecha y exclamó, lanzándola a
la orilla opuesta:
-¡Maldita seas, mano que no has sabido defenderte!...
Y aquella mano sin vida fue a estrellarse en la mejilla del
traidor alférez Betanzos.
Algunos días después el bravo y honrado
capitán Luis Perdomo de Palma fue (según lo relata
el Palentino en su crónica de las guerras civiles de los
conquistadores) destrozado en el monte por los tigres.