Crónica de la época del decimoséptimo virrey
del Perú
I
Azotes por un repique
El templo y el convento de los padres agustinos estuvieron
primitivamente (1551) establecidos en el sitio que ahora es
iglesia parroquial de San Marcelo, hasta que en 1573 se
efectuó la traslación a la vasta área que
hoy ocupan, no sin gran litigio y controversia de dominicos y
mercedarios que se oponían al establecimiento de otras
órdenes monásticas.
En breve los agustinianos, por la austeridad de sus costumbres y
por su ilustración y ciencia, se conquistaron una especie
de supremacía sobre las demás religiones.
Adquirieron muy valiosas propiedades, así rústicas
como urbanas, y tal fue el manejo y acrecentamiento de sus
rentas, que durante más de un siglo pudieron distribuir
anualmente por Semana Santa cinco mil pesos en limosnas. Los
teólogos más eminentes y los más
distinguidos predicadores pertenecían a esta comunidad, y
de los claustros de San Ildefonso, colegio que ellos fundaron en
1606 para la educación de sus novicios, salieron hombres
verdaderamente ilustres.
Por los años de 1656, un limeño llamado Jorge
Escoiquiz, mocetón de veinte abriles, consiguió
vestir el hábito; pero como manifestase más
disposición para la truhanería que para el estudio,
los padres, que no querían tener en su noviciado gente
molondra y holgazana, trataron de expulsarlo. Mas el pobrete
encontró valedor en uno de los caracterizados
conventuales, y los religiosos convinieron caritativamente en
conservarlo y darle el elevado cargo de campanero.
Los campaneros de los conventos ricos tenían por
subalternos dos muchachos esclavos, que vestían el
hábito de donados. El empleo no era, pues, tan
despreciable, cuando el que lo ejercía, aparte de seis
pesos de sueldo, casa, refectorio y manos sucias, tenía
bajo su dependencia gente a quien mandar.
En tiempo del virrey conde de Chinchón creose por el
cabildo de Lima el empleo de campanero de la queda, destino que
se abolió medio siglo después. El campanero de la
queda era la categoría del gremio, y no tenía
más obligación que la de hacer tocar a las nueve de
la noche campanadas en la torre de la catedral. Era cargo
honorífico y muy pretendido, y disfrutaba el sueldo de un
peso diario.
Tampoco era destino para dormir a pierna suelta; pues si hubo y
hay en Lima oficio asendereado y que reclame actividad, es el de
campanero; mucho más en los tiempos coloniales, en que
abundaban las fiestas religiosas y se echaban a vuelo las
campanas por tres días lo menos, siempre que llegaba el
cajón de España con la plausible noticia de que al
infantico real le había salido la última muela o
librado con bien del sarampión y la alfombrilla.
Que no era el de campanero oficio exento de riesgo, nos lo dice
bien claro la crucecita de madera que hoy mismo puede contemplar
el lector limeño incrustada en la pared de la plazuela de
San Agustín. Fue el caso que, a fines del siglo pasado,
cogido un campanero por las aspas de la Mónica o campana
volteadora, voló por el espacio sin necesidad de alas, y
no paró hasta estrellarse en la pared fronteriza a la
torre.
Hasta mediados del siglo XVII no se conocían en Lima
más carruajes que las carrozas del virrey y del arzobispo
y cuatro o seis calesas pertenecientes a oidores o títulos
de Castilla. Felipe II por real cédula de 24 de noviembre
de 1577 dispuso que en América no se fabricaran carruajes
ni se trajeran de España, dando por motivo para prohibir
el uso de tales vehículos que, siendo escaso el
número de caballos, éstos no debían
emplearse sino en servicio militar. Las penas señaladas
para los contraventores eran rigurosas. Esta real cédula,
que no fue derogada por Felipe III, empezó a desobedecerse
en 1610. Poco a poco fue cundiendo el lujo de hacerse arrastrar,
y sabido es que ya en los tiempos de Amat pasaban de mil los
vehículos que el día de la Porciúncula
lucían en la Alameda de los Descalzos.
Los campaneros y sus ayudantes, que vivían de perenne
atalaya en las torres, tenían orden de repicar siempre que
por la plazuela de sus conventos pasasen el virrey o el
arzobispo, práctica que se conservó hasta los
tiempos del marqués de Castel-dos-Ríus.
Parece que el virrey conde de Alba de Liste, que, como
verá el lector más adelante, sus motivos
tenía para andar escamado con la gente de iglesia,
salió un domingo en coche y con escolta a pagar visitas.
El ruido de un carruaje era en esos tiempos acontecimiento tal,
que las familias, confundiéndolo con el que precede a los
temblores, se lanzaban presurosas a la puerta de la calle.
Hubo el coche de pasar por la plazuela de San Agustín;
pero el campanero y sus adláteres se hallarían
probablemente de regodeo y lejos del nido, pues no se
movió badajo en la torre. Chocole esta desatención
a su excelencia, y hablando de ella en su tertulia nocturna, tuvo
la ligereza de culpar al prior de los agustinos. Súpolo
éste, y fue al día siguiente a palacio a satisfacer
al virrey, de quien era amigo personal; y averiguada bien la
cosa, el campanero, por no confesar que no había estado en
su puesto, dijo: «que aunque vio pasar el carruaje, no
creyó obligatorio el repique, pues los bronces benditos no
debían alegrarse por la presencia de un virrey
hereje».
Para Jorge no era este el caso del obispo Don Carlos Marcelo
Corni, que cuando en 1621, después de consagrarse en Lima,
llegó a Trujillo, lugar de su nacimiento y cuya
diócesis iba a regir, exclamó: «Las campanas
que repican más alegremente, lo hacen porque son de mi
familia, como que las fundió mi padre nada menos». Y
así era la verdad.
La falta, que pudo traer grave desacuerdo entre el representante
del monarca y la comunidad, fue calificada por el definitorio
como digna de severo castigo, sin que valiese la disculpa al
campanero; pues no era un pajarraco de torre el llamado a
calificar la conducta del virrey en sus querellas con la
Inquisición.
Y cada padre, armado de disciplina, descargó un ramalazo
penitencial sobre las desnudas espaldas de Jorge Escoiquiz.
II
El virrey hereje
El Excmo. Sr. Don Luis Henríquez de Guzmán, conde de
Alba de Liste y de Villaflor y descendiente de la casa real de
Aragón, fue el primer grande de España que vino al
Perú con el título de virrey, en febrero de 1655,
después de haber servido igual cargo en México. Era
tío del conde de Salvatierra, a quien relevó en el
mando del Perú. Por Guzmán, sus armas eran escudo
flanqueado, jefe y punta de azur y una caldera de oro, jaquelada
de gules, con siete cabezas de sierpe, flancos de plata y cinco
arminios de sable en sautor.
Magistrado de buenas dotes administrativas y hombre de ideas algo
avanzadas para su época, su gobierno es notable en la
historia únicamente por un cúmulo de desdichas.
Los, seis años de su administración fueron seis
años de lágrimas, luto y zozobra
pública.
El galeón que bajo las órdenes del marqués
de Villarrubia conducía a España cerca de seis
millones en oro y plata y seiscientos pasajeros,
desapareció en un naufragio en los arrecifes de Chanduy,
salvándose únicamente cuarenta y cinco personas.
Rara fue la familia de Lima que no perdió allí
algún deudo. Una empresa particular consiguió sacar
del fondo del mar cerca de trescientos mil pesos, dando la
tercera parte a la corona.
Un año después, en 1656, el marqués de
Baides, que acababa de ser gobernador de Chile, se trasladaba a
Europa con tres buques cargados de riquezas, y vencido en combate
naval cerca de Cádiz por los corsarios ingleses,
prefirió a rendirse pegar fuego a la santabárbara
de su nave.
Y por fin, la escuadrilla de Don Pablo Contreras, que en 1652
zarpó de Cádiz conduciendo mercancías para
el Perú, fue deshecha en un temporal, perdiéndose
siete buques.
Pero para Lima la mayor de las desventuras fue el terremoto del
13 de noviembre de 1655. Publicaciones de esa época
describen minuciosamente sus estragos, las procesiones de
penitencia y el arrepentimiento de grandes pecadores; y a tal
punto se aterrorizaron las conciencias que se vio el prodigio de
que muchos pícaros devolvieran a sus legítimos
dueños fortunas usurpadas.
El 15 de marzo de 1657 otro temblor, cuya duración
pasó de un cuarto de hora, causó en Chile inmensa
congoja; y últimamente, la tremenda erupción del
Pichincha, en octubre de 1660, son sucesos que bastan a demostrar
que este virrey vino con aciaga estrella.
Para acrecentar el terror de los espíritus,
apareció en 1660 el famoso cometa observado por el sabio
limeño Don Francisco Luis Lozano, que fue el primer
cosmógrafo mayor que tuvo el Perú.
Y para que nada faltase a este sombrío cuadro, la guerra
civil vino a enseñorearse de una parte del territorio. El
indio Pedro Bohorques, escapándose del presidio de
Valdivia, alzó bandera proclamándose descendiente
de los incas, y haciéndose coronar, se puso a la cabeza de
un ejército. Vencido y prisionero, fue conducido a Lima,
donde lo esperaba el patíbulo.
Jamaica, que hasta entonces había sido colonia
española, fue tomada por los ingleses y se
convirtió en foco del filibusterismo, que durante siglo y
medio tuvo en constante alarma a estos países.
El virrey conde de Alba de Liste no fue querido en Lima por la
despreocupación de sus ideas religiosas, creyendo el
pueblo, en su candoroso fanatismo, que era él quien
atraía sobre el Perú las iras del cielo. Y aunque
contribuyó a que la Universidad de Lima, bajo el rectorado
del ilustre Ramón Pinelo, celebrase con gran pompa el
breve de Alejandro VII sobre la Purísima Concepción
de María, no por eso le retiraron el apodo de virrey
hereje que un egregio jesuita, el padre Alloza, había
contribuido a generalizar; pues habiendo asistido su excelencia a
una fiesta en la iglesia de San Pedro, aquel predicador lo
sermoneó de lo lindo porque no atendía a la palabra
divina, distraído en conversación con uno de los
oidores.
El arzobispo Villagómez se presentó un año
con quitasol en la procesión de Corpus, y como el virrey
lo reprendiese, se retiró de la fiesta. El monarca los
dejó iguales, resolviendo que ni virrey ni arzobispo
usasen de quitasol.
Opúsose el de Alba de Liste a que se consagrase fray
Cipriano Medina, por no estar muy en regla las bulas que lo
instituían obispo de Guamanga. Pero el arzobispo se
dirigió a media noche al noviciado de San Francisco, y
allí consagró a Medina.
Habiendo puesto presos los alcaldes de corte a los escribanos de
la curia por desacato, el arzobispo excomulgó a
aquéllos. El virrey, apoyado por la Audiencia,
obligó a su ilustrísima a levantar la
excomunión.
Sobre provisión de beneficios eclesiásticos tuvo el
de Alba de Liste infinitas cuestiones con el arzobispo,
cuestiones que contribuyeron para que el fanático pueblo
lo tuviese por hombre descreído y mal cristiano, cuando en
realidad no era sino celoso defensor del patronato regio.
Don Luis Henríquez de Guzmán tuvo también la
desgracia de vivir en guerra abierta con la Inquisición,
tan omnipotente y prestigiosa entonces. El virrey, entre otros
libros prohibidos, había traído de México un
folleto escrito por el holandés Guillermo Lombardo,
folleto que en confianza mostró a un inquisidor o familiar
del Santo Oficio. Mas éste lo denunció, y el primer
día de Pascua de Espíritu Santo, hallándose
su excelencia en la catedral con todas las corporaciones,
subió al púlpito un comisario del tribunal de la fe
y leyó un edicto compeliendo al virrey a entregar el
libelo y a poner a disposición del Santo Oficio a su
médico César Nicolás Wandier, sospechoso de
luteranismo. El virrey abandonó el templo con gran
indignación, y elevó a Felipe IV una fundada queja.
Surgieron de aquí serias cuestiones, a las que el monarca
puso término reprobando la conducta inquisitorial, pero
aconsejando amistosamente al de Alba de Liste que entregase el
papelucho motivo de la querella.
En cuanto al médico francés, el noble conde hizo lo
posible para libertarlo de caer bajo las garras de los feroces
torniceros; pero no era cosa fácil arrebatarle una
víctima a la Inquisición. En 8 de octubre de 1667,
después de más de ocho años de encierro en
las mazmorras del Santo Oficio, fue penitenciado Wandier.
Acusáronlo, entre otras quimeras, de que con apariencias
de religiosidad tenía en su cuarto un crucifijo y una
imagen de la Virgen, a los que prodigaba palabras blasfemas.
Después del auto de fe, en el que felizmente no se
condenó al reo a la hoguera, hubo en Lima tres días
de rogativas, procesión de desagravio y otras ceremonias
religiosas, que terminaron trasladando las imágenes de la
catedral a la iglesia del Prado, donde presumimos que existen
hoy.
En agosto de 1661, y después de haber entregado el
gobierno al conde de Santisteban, regresó a España
el de Alba de Liste, muy contento de abandonar una tierra en la
que corría el peligro de que lo convirtiesen en
chicharrón, quemándolo por hereje.
III
La venganza de un campanero
Es probable que a Escoiquiz no se le pasara tan aína el
escozor de los ramalazos, pues juró en sus adentros
vengarse del melindroso virrey que tanta importancia diera a
repique más o menos.
No había aún transcurrido una semana desde el
día del vapuleo, cuando una noche, entre doce y una, las
campanas de la torre de San Agustín echaron un largo y
entusiasta repique. Todos los habitantes de Lima se hallaban a
esa hora entre palomas y en lo mejor del sueño, y se
lanzaron a la calle preguntándose cuál era la
halagüeña noticia que con lenguas de bronce
festejaban las campanas.
Su excelencia Don Luis Henríquez de Guzmán, sin ser
por ello un libertino, tenía su trapicheo con una
aristocrática dama; y cuando dadas las diez no
había ya en Lima quien se aventurase a andar por las
aceras, el virrey salía de tapadillo por una puerta
excusada que cae a la calle de los Desamparados, muy rebujado en
el embozo, y en compañía de su mayordomo
encaminábase a visitar a la hermosa que le tenía el
alma en cautiverio. Pasaba un par de horitas en sabrosa
intimidad, y después de media noche se regresaba a palacio
con la misma cautela y misterio.
Al día siguiente fue notorio en la ciudad que un paseo
nocturno del virrey había motivado el importuno repique. Y
hubo corrillos y mentidero largo en las gradas de la catedral, y
todo era murmuraciones y conjeturas, entre las que tomó
cuerpo y se abultó infinito la especie de que el
señor conde se recataba para asistir a algún
misterioso conciliábulo de herejes; pues nadie
podía sospechar que un caballero tan seriote anduviese a
picos pardos y con tapujos de contrabandista, como cualquier
mozalbete.
Mas su excelencia no las tenía todas consigo, y recelando
una indiscreción del campanero hízolo secretamente
venir a palacio, y encerrándose con él en su
camarín, le dijo:
-¡Gran tunante! ¿Quién te avisó anoche
que yo pasaba?
-Señor excelentísimo -respondió Escoiquiz
sin turbarse-, en mi torre hay lechuzas.
-¿Y qué diablos tengo yo que ver con que las
haya?
-Vuecencia, que ha tenido sus dimes y diretes con la
Inquisición y que anda con ella al morro, debe saber que
las brujas se meten en el cuerpo de las lechuzas.
-¿Y para ahuyentarlas escandalizaste la ciudad con tus
cencerros? Eres un bribón de marca, y tentaciones me
entran de enviarte a presidio.
-No sería digno de vuecencia castigar con tan extremo
rigor a quien como yo es discreto, y que ni al cuello de su
camisa le ha contado lo que trae a todo un virrey del Perú
en idas y venidas nocturnas por la calle de San
Sebastián.
El caballeroso conde no necesitó de más apunte para
conocer que su secreto, y con él la reputación de
una dama, estaba a merced del campanero.
-¡Bien, bien! -le interrumpió-. Ata corto la lengua
y que el badajo de tus campanas sea también mudo.
-Lo que soy yo, callaré como un difunto, que no me gusta
informar a nadie de vidas ajenas; pero en lo que atañe al
decoro de mis campanas no cedo ni el canto de una uña, que
no las fundió el herrero para rufianas y tapadoras de
paseos pecaminosos. Si vuecencia no quiero que ellas den voces,
facilillo es el remedio. Con no pasar por la plazuela salimos de
compromisos.
-Convenido. Y ahora dime: ¿en qué puedo
servirte?
Jorge Escoiquiz, que como se ve no era corto de genio,
rogó al virrey que intercediese con el prior para volver a
ser admitido en el noviciado. Hubo su excelencia de
ofrecérselo, y tres o cuatro meses después el
superior de los agustinianos relevaba al campanero. Y tanto hubo
de valerle el encumbrado protector, que en 1660 fray Jorge
Escoiquiz celebraba su primera misa, teniendo por padrino de
vinajeras nada menos que al virrey hereje.
Según unos, Escoiquiz no pasó de ser un fraile de
misa y olla; y según otros, alcanzó a las primeras
dignidades de su convento. La verdad quede en su lugar.
Lo que es para mí punto formalmente averiguado es que el
virrey, cobrando miedo a la vocinglería de las campanas,
no volvió a pasar por la plazuela de San Agustín,
cuando le ocurría ir de galanteo a la calle de San
Sebastián.
Y aquí hago punto y rubrico,
sacando de esta conseja
la siguiente moraleja:
que no hay enemigo chico.