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Barchilón

(A don Andrés A. Silva, en Caracas)

Ni el Diccionario de la Real Academia, en su última edición, ni otro alguno de los diversos que he hojeado y ojeado, traen la palabra barchilón, muy familiar en Lima. Y sin embargo, pocas son las voces que mejor derecho que ésta podrían alegar para merecer carta de naturalización en la lengua de Castilla. Tuve hace cinco años el honor de proponerla a la Real Academia, que si bien aceptó más de doce de los peruanismos que me atreví a indicarle, me desairó, entre otros, el verbo exculpar, tan usado en nuestros tribunales de justicia; el adjetivo plebiscitario, empleado en la prensa política de mi tierra, y el verbo panegirizar, que no contrasta, ciertamente, con el verbo historiar que el diccionario trae. Por mucho que respete los motivos que asistieran a mis ilustrados compañeros para desdeñarme éstas y otras palabrillas, no quiero callar en lo que atañe a la voz barchilón. Ella tiene historia, e historia tradicional, que es un otro ítem más. Paso a narrarlas.

I

Siete años eran corridos desde que los alborotos, provocados por la intemperancia del virrey Blasco Núñez y las ambiciones de Gonzalo Pizarro y de los encomenderos, tuvieron fin en la memorable rota de Xaquixahuana o Saxa-huamán, el 9 de abril de 1545. El vencedor don Pedro de la Gasca ahorcó vencidos como quien ahorca ratas, encareciendo el precio del cáñamo y haciendo del de verdugo el más laborioso de todos los oficios. En cuerda y azote se gastaba maese Juan Enríquez, verdugo real del Cuzco, un dineral, y los emolumentos del cargo no eran para compensar derroche tamaño.

Pedro Fernández Barchilón, natural de Córdoba, en España, fue uno de los pizarristas condenados a muerte, por haber militado como cabo de piqueros en la compañía del bravo Juan Acosta.

Ajusticiados Gonzalo y sus tenientes Carvajal y Acosta, dejose para el siguiente día la ejecución de Fernández Barchilón y de otros prisioneros caracterizados.

Deudo de nuestro personaje debió ser un don Luis Fernández Barchilón, cura del valle de Moquegua, que impuso a sus feligreses, bajo pena de excomunión, el compromiso de contribuir a prorrata a costearle los cigarros, el café y el chocolate. Trescientos pesos al año gastaban los moqueguanos en satisfacer las tres premiosas exigencias del cura de almas, amén de los gajes parroquiales y de cuatro mil duros en que se calculaban los diezmos y primicias.

De socaliñas de esta especie se halla sembrada nuestra historia colonial. Hasta el tesoro público era pagano de los vicios de los poderosos. Así, por ejemplo, fue el Perú quien galardonaba a las queridas del cuarto virrey, conde de Nieva, sus amorosas complacencias. Y para que a mí, que soy hombre más serio que el principio de un pleito, no me tomen los lectores por calumniador y embustero, ahí van dos partidas, copiadas al pie de la letra de los libros de las Cajas Reales y autorizadas por Pedro de Avendaño, secretario de la Audiencia de Lima.

«A doña Julia de Salduendo, que es tan verde como un alcacer florido, trescientos pesos de renta cada año por una vida.- A doña Leonor de Obando, que vive en la ciudad de los Reyes, y tiene una hija de buen donaire, y ambas son bien verdosas y gente menuda, trescientos pesos de renta por una vida».

Éstas y otras lindezas del virrey que, por mujeriego, tuvo tristísimo fin a inmediaciones de la que hoy es plaza de Bolívar y antes fue de la Inquisición, las encontrará el lector en las interesantes Relaciones de Indias de nuestro amigo don Marcos Jiménez de la Espada.

Digresión a un lado, y sigamos con el cabo de piqueros.

Parece que no era Fernández Barchilón hombre de gran coraje, sino de los que hacen ascos a la muerte; porque, puesto en capilla aquella noche, acongojose a punto de tener pataleta como una doña melindres. Auxiliaba a los sentenciados el padre Chávez, religioso franciscano, quien movido a lástima por el llanto y extremos del cabo de piqueros, fuese a La Gasca, y pidiole encarecidamente que conmutara la pena impuesta a ese pobre diablo de rebelde.

-Tanto valdría, señor gobernador, ahorcar a una liebre -dijo el fraile.

-Si es tan mandria ese belitre como su paternidad lo pinta -contestó La Gasca-, harémosle merced de la vida, y que vaya a servir en las galeras de Su Majestad, a ración y sin sueldo.

Casi enloqueció de gozo Pedro Fernández Barchilón, cuando el franciscano le comunicó que quedaba salvo de hacer zapatetas en la horca.

No se limitó a este servicio el buen padre Chávez, sino que, llevándose a su celda al favorecido, le proporcionó recursos para que fugase del Cuzco.

II

San Juan de la Frontera o Huamanga (hoy Ayacucho) fue fundada por los capitanes Francisco de Cárdenas y Vasco de Guevara, tenientes de don Francisco Pizarro. Primitivamente se hizo la fundación el 7 de marzo de 1539 en el lugar llamado Quinua; pero en 25 de abril de 1540 se trasladó al sitio actual, atendiendo a lo frío, lluvioso e insalubre de Quinua.

Diose a la fundación el nombre de San Juan, en memoria de la batalla de Chupas, ganada por los realistas contra los rebeldes que capitaneaba Almagro el Mozo, el día vísperas de aquella festividad. El nombre de la Frontera nació de que el Inca Manco, con sus huestes, ocupaba a la sazón las crestas de los Andes fronterizas a la nueva ciudad. Y en cuanto a la voz Guamanga, refiere la tradición que cuando el Inca Viracocha realizó la conquista de este territorio, dijo, dando de comer a su halcón favorito: ¡Huamanccaca! ¡Hártate, halcón!

Más tarde cambiose el nombre de San Juan de la Frontera por el de San Juan de la Victoria, conmemorando un triunfo de las armas españolas sobre los vasallos del infortunado Manco.

Fundado por el Cabildo en 1555 el hospital de Guamanga, diose la administración de él a un hombrecillo de cinco pies escasos de talla, rechoncho, barrigudo, chato y con una cara siempre de pascuas.

Este hospital disfruta de la prerrogativa de tener cinco días fijos en el año para que los enfermos que logran la fortuna de morir en uno de ellos vayan derechitos al cielo sin pasar por más aduanas, salvo que sean escribanos, para los cuales no hay privilegio posible. No hay tradición de que en el cielo haya entrado ninguno de ese gremio.

El administrador era nada menos que Pedro Fernández Barchilón, el antiguo soldado de Gonzalo Pizarro, quien llevaba su caridad hasta el punto de atender personalmente a las más groseras necesidades de un enfermo.

-¡Barchilón! -gritaban los enfermos, familiarizados con nuestro bonachón émulo de San Juan de Dios, y él no se hacía esperar para aplicarle un clister al necesitado.

Y como no siempre sabían los enfermos el nombre de los dos o tres indios que ayudaban a Pedro Fernández en su caritativa faena, se dio, por generalización, el nombre de barchilones a los sirvientes de hospital.

Del de Guamanga pasó a los de Lima y a los de Méjico y a los de toda la América latina la palabra barchilón, con que se designa a la última jerarquía de sirvientes de hospital. Hasta los franceses dicen monsieur le barchilón. Sépalo la Real Academia de la Lengua.

La que al principio fue peruanismo, es ya reconocido americanismo. ¡Gloria a Pedro Fernández Barchilón! Su caridad inmortalizó su apellido.
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