Ni el Diccionario de la Real Academia, en su última
edición, ni otro alguno de los diversos que he hojeado y
ojeado, traen la palabra barchilón, muy familiar en Lima.
Y sin embargo, pocas son las voces que mejor derecho que
ésta podrían alegar para merecer carta de
naturalización en la lengua de Castilla. Tuve hace cinco
años el honor de proponerla a la Real Academia, que si
bien aceptó más de doce de los peruanismos que me
atreví a indicarle, me desairó, entre otros, el
verbo exculpar, tan usado en nuestros tribunales de justicia; el
adjetivo plebiscitario, empleado en la prensa política de
mi tierra, y el verbo panegirizar, que no contrasta, ciertamente,
con el verbo historiar que el diccionario trae. Por mucho que
respete los motivos que asistieran a mis ilustrados
compañeros para desdeñarme éstas y otras
palabrillas, no quiero callar en lo que atañe a la voz
barchilón. Ella tiene historia, e historia tradicional,
que es un otro ítem más. Paso a narrarlas.
I
Siete años eran corridos desde que los alborotos,
provocados por la intemperancia del virrey Blasco
Núñez y las ambiciones de Gonzalo Pizarro y de los
encomenderos, tuvieron fin en la memorable rota de Xaquixahuana o
Saxa-huamán, el 9 de abril de 1545. El vencedor don Pedro
de la Gasca ahorcó vencidos como quien ahorca ratas,
encareciendo el precio del cáñamo y haciendo del de
verdugo el más laborioso de todos los oficios. En cuerda y
azote se gastaba maese Juan Enríquez, verdugo real del
Cuzco, un dineral, y los emolumentos del cargo no eran para
compensar derroche tamaño.
Pedro Fernández Barchilón, natural de
Córdoba, en España, fue uno de los pizarristas
condenados a muerte, por haber militado como cabo de piqueros en
la compañía del bravo Juan Acosta.
Ajusticiados Gonzalo y sus tenientes Carvajal y Acosta, dejose
para el siguiente día la ejecución de
Fernández Barchilón y de otros prisioneros
caracterizados.
Deudo de nuestro personaje debió ser un don Luis
Fernández Barchilón, cura del valle de Moquegua,
que impuso a sus feligreses, bajo pena de excomunión, el
compromiso de contribuir a prorrata a costearle los cigarros, el
café y el chocolate. Trescientos pesos al año
gastaban los moqueguanos en satisfacer las tres premiosas
exigencias del cura de almas, amén de los gajes
parroquiales y de cuatro mil duros en que se calculaban los
diezmos y primicias.
De socaliñas de esta especie se halla sembrada nuestra
historia colonial. Hasta el tesoro público era pagano de
los vicios de los poderosos. Así, por ejemplo, fue el
Perú quien galardonaba a las queridas del cuarto virrey,
conde de Nieva, sus amorosas complacencias. Y para que a
mí, que soy hombre más serio que el principio de un
pleito, no me tomen los lectores por calumniador y embustero,
ahí van dos partidas, copiadas al pie de la letra de los
libros de las Cajas Reales y autorizadas por Pedro de
Avendaño, secretario de la Audiencia de Lima.
«A doña Julia de Salduendo, que es tan verde como un
alcacer florido, trescientos pesos de renta cada año por
una vida.- A doña Leonor de Obando, que vive en la ciudad
de los Reyes, y tiene una hija de buen donaire, y ambas son bien
verdosas y gente menuda, trescientos pesos de renta por una
vida».
Éstas y otras lindezas del virrey que, por mujeriego, tuvo
tristísimo fin a inmediaciones de la que hoy es plaza de
Bolívar y antes fue de la Inquisición, las
encontrará el lector en las interesantes Relaciones de
Indias de nuestro amigo don Marcos Jiménez de la
Espada.
Digresión a un lado, y sigamos con el cabo de
piqueros.
Parece que no era Fernández Barchilón hombre de
gran coraje, sino de los que hacen ascos a la muerte; porque,
puesto en capilla aquella noche, acongojose a punto de tener
pataleta como una doña melindres. Auxiliaba a los
sentenciados el padre Chávez, religioso franciscano, quien
movido a lástima por el llanto y extremos del cabo de
piqueros, fuese a La Gasca, y pidiole encarecidamente que
conmutara la pena impuesta a ese pobre diablo de rebelde.
-Tanto valdría, señor gobernador, ahorcar a una
liebre -dijo el fraile.
-Si es tan mandria ese belitre como su paternidad lo pinta
-contestó La Gasca-, harémosle merced de la vida, y
que vaya a servir en las galeras de Su Majestad, a ración
y sin sueldo.
Casi enloqueció de gozo Pedro Fernández
Barchilón, cuando el franciscano le comunicó que
quedaba salvo de hacer zapatetas en la horca.
No se limitó a este servicio el buen padre Chávez,
sino que, llevándose a su celda al favorecido, le
proporcionó recursos para que fugase del Cuzco.
II
San Juan de la Frontera o Huamanga (hoy Ayacucho) fue fundada por
los capitanes Francisco de Cárdenas y Vasco de Guevara,
tenientes de don Francisco Pizarro. Primitivamente se hizo la
fundación el 7 de marzo de 1539 en el lugar llamado
Quinua; pero en 25 de abril de 1540 se trasladó al sitio
actual, atendiendo a lo frío, lluvioso e insalubre de
Quinua.
Diose a la fundación el nombre de San Juan, en memoria de
la batalla de Chupas, ganada por los realistas contra los
rebeldes que capitaneaba Almagro el Mozo, el día
vísperas de aquella festividad. El nombre de la Frontera
nació de que el Inca Manco, con sus huestes, ocupaba a la
sazón las crestas de los Andes fronterizas a la nueva
ciudad. Y en cuanto a la voz Guamanga, refiere la
tradición que cuando el Inca Viracocha realizó la
conquista de este territorio, dijo, dando de comer a su
halcón favorito: ¡Huamanccaca!
¡Hártate, halcón!
Más tarde cambiose el nombre de San Juan de la Frontera
por el de San Juan de la Victoria, conmemorando un triunfo de las
armas españolas sobre los vasallos del infortunado
Manco.
Fundado por el Cabildo en 1555 el hospital de Guamanga, diose la
administración de él a un hombrecillo de cinco pies
escasos de talla, rechoncho, barrigudo, chato y con una cara
siempre de pascuas.
Este hospital disfruta de la prerrogativa de tener cinco
días fijos en el año para que los enfermos que
logran la fortuna de morir en uno de ellos vayan derechitos al
cielo sin pasar por más aduanas, salvo que sean
escribanos, para los cuales no hay privilegio posible. No hay
tradición de que en el cielo haya entrado ninguno de ese
gremio.
El administrador era nada menos que Pedro Fernández
Barchilón, el antiguo soldado de Gonzalo Pizarro, quien
llevaba su caridad hasta el punto de atender personalmente a las
más groseras necesidades de un enfermo.
-¡Barchilón! -gritaban los enfermos, familiarizados
con nuestro bonachón émulo de San Juan de Dios, y
él no se hacía esperar para aplicarle un clister al
necesitado.
Y como no siempre sabían los enfermos el nombre de los dos
o tres indios que ayudaban a Pedro Fernández en su
caritativa faena, se dio, por generalización, el nombre de
barchilones a los sirvientes de hospital.
Del de Guamanga pasó a los de Lima y a los de
Méjico y a los de toda la América latina la palabra
barchilón, con que se designa a la última
jerarquía de sirvientes de hospital. Hasta los franceses
dicen monsieur le barchilón. Sépalo la Real
Academia de la Lengua.
La que al principio fue peruanismo, es ya reconocido
americanismo. ¡Gloria a Pedro Fernández
Barchilón! Su caridad inmortalizó su apellido.