De todas las órdenes monásticas y religiosas que
pueblan la cristiandad, sólo la de los Belethmitas o
Barbones puede considerarse como originaria de América; y
acaso esta razón, entre otras que apuntaremos más
adelante, habrá influido para que la hospitalaria
comunidad haya desaparecido por completo. El último
belethmita que sobre la superficie de la tierra quedaba,
murió en Lima hace quince años, desempeñando
el cargo de prefecto en el hospital del Refugio.
Los belethmitas usaban capa y una túnica de paño
buriel o pardo con una cruz azul, ceñidor de correa y
sandalias, siéndoles prohibido montar a caballo. La cruz
azul se cambió después por un escudo representando
la natividad de Cristo.
La circunstancia de usar la barba larga dio pie para que el
pueblo los bautizase con el nombre de los barbones, nombre que
hoy conserva el convento que habitaron, y que desde hace cuarenta
años es cuartel de caballería.
Estaban obligados los belethmitas a reunirse los lunes,
miércoles y viernes en la capilla, y a disciplinarse
mientras durara el miserere; y los sábados, a son de
campanilla, desde la puesta del sol hasta la media noche
recorría un hermano la ciudad pidiendo sufragios por las
ánimas benditas del purgatorio y conversión de los
que se hallasen en pecado mortal. No era poco pedir.
Al principio, los belethmitas pretendieron denominarse
Compañía, y no sólo ser institución
hospitalaria, sino también docente; pero los jesuitas los
combatieron enérgicamente, y dieron en tierra con el
propósito.
Según sus primitivos Estatutos, poco evangélicos en
mi concepto, debían medicinar en sus hospitales
únicamente a cristianos. Para con los enfermos de
religión distinta no les era obligatoria la caridad. Pero
el Papa Inocencio XI, por bula de 26 de marzo de 1667,
reformó los Estatutos, ordenándoles no excluir de
sus cuidados a los infieles, y privándolos de funciones
sacerdotales por no ser los ejercicios manuales y humildes
decorosos para los ministros del altar. También dispuso el
Padre Santo que a los hermanos aspirantes se les enseñase
algo de botánica y medicina.
Veamos ahora cómo nació en América la
religión belethmita, e historiemos su rápido
engrandecimiento y su desaparición no menos
rápida.
II
Por los años de 1626 nació en la isla de Tenerife
don Pedro Bethancourt, descendiente del francés don Juan
de Bethancourt, conquistador de Canarias, a quien el rey don Juan
II de Castilla ennobleció dándole el gobierno de
esas islas. Las armas de los Bethancourt eran escudo mantelado,
en gules y azur, con cinco flores de lis en oro y león
rampante, teniendo por orla once armiños con cuatro roeles
en plata.
Don Fernando y don Jacinto Bethancourt, hermanos de nuestro don
Pedro, vinieron al Perú por los años de 1648,
alcanzando el primero a investir la dignidad de canónigo
en Quito, y el segundo llegó a desempeñar alto
empleo en las Cajas Reales.
Un año después de embarcados sus hermanos para el
Perú, Pedro de Bethancourt llegó a la Habana, de
donde, tras corta residencia, se trasladó a
Guatemala.
Allí, por los años de 1652, vistió el
hábito de la Orden Tercera, y dio principio a la
fundación de un hospital de convalecientes, al que
bautizó con el nombre de Bethlem. Poco a poco fueron
agregándose devotos, y a su muerte, acaecida en Guatemala
el 25 de abril de 1667, eran ya más de treinta los
hospitalarios.
Sobre Pedro Bethancourt, más generalmente conocido por el
venerable Pedro de San José, hemos leído
crónicas que enaltecen su santidad y virtudes.
El padre Juan Carrasco, uno de los biógrafos de nuestro
belethmita, dice ingeniosamente parangonándolo con el
fundador de los juandedianos:
«San Juan de Dios en Gra-nada,
y este Pedro en Guate-mala,
realizaron, Dios mediante,
una cosa nada-mala».
Y sería interminable nuestro escrito si fuéramos a
relatar los infinitos milagros practicados o que se atribuyen al
venerable Bethancourt, del que se cuenta que tenía largas
pláticas con las ánimas benditas, y que una de
éstas, para poner término a la curiosidad del
belethmita por saber lo que pasa en el otro barrio, se
amostazó hasta el punto de decirlo:
«Amiguito, amiguito,
en el otro mundo se hila
muy delgadito».
Tengo para mí que en nuestro siglo de espiritismo y de
espiritistas habría sido Bethancourt un excelente
medium.
Pero si no puede negarse que el venerable Bethancourt puso los
cimientos de la orden belethmítica, no fue él, sino
su sucesor don Rodrigo Arias de Maldonado, o sea fray Rodrigo de
la Cruz, quien la dio verdadera organización.
Era don Rodrigo Arias de Maldonado un galán mancebo,
nacido en Málaga en 1637 y de la familia de los condes de
Benavente. Nombrado su padre capitán general de Costa
Rica, vino con él don Rodrigo en la clase de
alférez de milicias; y por muerte del autor de sus
días lo reemplazó, cuando sólo contaba
veintidós años de edad, en el desempeño de
la capitanía general. Cuatro años después,
terminado su período de gobierno, el rey lo hizo
marqués de Talamanca, y entonces fue de paseo a Guatemala,
donde se enamoró locamente de una mujer casada. Ella
aficionose también del gallardo don Rodrigo, y una noche
acudió a una cita, y fue el caso que la dama se le
quedó muerta en casa de éste. ¡Aquí de
los aprietos del mancebo! Acudió al venerable Bethancourt,
le reveló el conflicto en que se hallaba, y el siervo de
Dios hizo el milagro de resucitar a la difunta. Parece que las
damas guatemaltecas tenían la feísima costumbre de
morirse en casa de sus amantes, a juzgar por dos o tres
milagrosas resurrecciones de este calibre, relatadas en la Vida
del venerable Pedro de San José.
Resultó del percance la conversión del ex
capitán general de Costa Rica y flamante marqués de
Talamanca, quien sin pérdida de tiempo vistió el
hábito de hospitalario, tomando el nombre de fray Rodrigo
de la Cruz.
Fue en 1667 cuando fray Rodrigo redactó la
Constitución o Estatutos de los belethmitas, que Clemente
X sancionó por bula de 2 de mayo de 1672, si bien ya la
reina gobernadora doña Mariana de Austria, por
cédula de 26 de junio de 1667 había autorizado la
erección de hospitales belethmíticos en el
Perú y Méjico.
En 1671 vino a Lima fray Rodrigo de la Cruz, y patrocinado por el
virrey conde de Lemus, procedió a la fundación del
hospital, fundación aprobada después por Roma en
bula de 3 de noviembre de 1674.
Con motivo de la fundación del primer hospital, que se
llamó del Carmen y que fue destinado a la convalecencia de
las enfermas del de Santa Ana, un señor, don Juan Solano
de Herrera, le asignó una renta de dos mil pesos al
año sobre un capital de cuarenta mil, impuesto en las
Cajas Reales; pero fray Rodrigo se empeñó en que el
donante emplease mejor esa suma en la fundación de un
monasterio en Guatemala. Solano Herrera le contestó que
caudal tenía para ambas fundaciones; pero pocos
días antes de morir, pretendió que lo gastado ya
por él en Guatemala se reintegrase en beneficio del
hospital de Lima. El hijo de Solano Herrera, que era un
clérigo, quiso obligar a su padre a que desistiese de tal
determinación; pero no cediendo éste, convinieron
en someter el asunto a la decisión de la suerte.
"«Al efecto" (dice un cronista), "escribieron tres
cédulas con los nombres Santa Rosa, Carmen y
Jerusalén, y llamaron a un niño para que de una
ánfora extrajese una de ellas, saliendo la papeleta Carmen
en las tres veces que se hizo el sorteo»." De esta manera,
casi prodigiosa, se acrecentó la renta del hospital.
III
Como Su Santidad retardase la sanción de los Estatutos,
fray Rodrigo creyó conveniente emprender viaje a Roma, y
se embarcó en el Callao por octubre de 1671, dejando en
Lima como superior o hermano mayor a Andrés de San
José, y nombrando para la casa de Guatemala a Francisco de
la Trinidad. Pero éstos, mal aconsejados, se propusieron
seguir el ejemplo de los jesuitas, y fundaron escuelas. Algo
más: rompiendo con los Estatutos, se ordenaron de
sacerdotes ellos y algunos de sus partidarios.
Con la noticia de lo que ocurría púsose fray
Rodrigo en viaje para América, y empezó por enviar
desterrado a Guatemala al revoltoso de Lima; y como allá
éste, unido al hermano Francisco, siguiese conspirando,
cortó por lo llano expulsando a ambos de la orden. Fray
Rodrigo llevaba bien puestos los pantalones, y con él no
había tiquis-miquis. Era hombre acostumbrado a mandar y a
hacerse obedecer.
Después de las de Lima y Cuzco, fray Rodrigo hizo una
fundación en Chachapoyas, la cual se suprimió en
1721. Casi a la vez que ésta realizó las de
Cajamarca, Piura, Trujillo y Huanta, adonde fueron llamados los
belethmitas por el obispo de Huamanga don Cristóbal de
Castilla y Zamora, hijo natural del rey.
Hechas estas fundaciones, se dirigió nuevamente el
infatigable fray Rodrigo a España y Roma, y obtuvo de
Inocencio XI la bula reformadora, según la cual la
elección de prefecto general se ejecutaría cada
seis años, determinándose que en un período
la elección se hiciese en Lima, y en el siguiente en
Méjico. Los votantes debían hacerlo en cedulillas
idénticas en la forma a las que emplean los cardenales en
cónclave.
En esta íntima concesión o prerrogativa fincaban su
orgullo los belethmitas; pues su prefecto general era el
único superior, entre los de todas las órdenes
religiosas de la cristiandad, cuya elección se asemejara
en algo a la de un Papa.
En 1696 emprendió fray Rodrigo viaje de regreso. Nada le
quedaba ya por obtener de Roma, y creía afianzada sobre
bases sólidas la vida de su instituto.
Llegado a Lima, el virrey se negó a darle el tratamiento
que como a prefecto general le correspondiera,
obstinándose en considerarlo sólo como a
provincial, y privándolo de asiento en algunos actos de
oficial publicidad. Esto provocó un proceso o querella,
que en 27 de junio de 1700 decidió el monarca en favor de
fray Rodrigo.
El prefecto general, después de hacer fundaciones en
Potosí, Huaraz y Quito, pasó a Méjico, en
cuya ciudad murió por consecuencia de un ataque de gota el
23 de septiembre de 1716.
IV
A los indios del Cuzco les hizo creer algún bellaco que
los belethmitas degollaban a los enfermos para sacarles las
enjundias y hacer manteca para las boticas de Su Majestad (sic).
Así, cuando encontraban en la calle a un belethmita, le
gritaban ¡Naca! ¡Naca! (degolladores o verdugos), lo
colmaban de injurias, le tiraban piedras, y aun sucedió
que por equivocación mataran a un religioso de otra
orden.
Fray Rodrigo fue en cierta ocasión a un pueblo situado a
cinco leguas del Cuzco. Al pasar por una calle, un indio
albañil empezó a gritar:
-¡Maten a ese naca!
Y al lanzar una piedra, resbalose del andamio o pared y se
descalabró.
Con este trágico acontecimiento empezó el pueblo a
mirar con aire de supersticioso temor a los hospitalarios, y fue
preciso otro suceso casi idéntico, para que el temor se
cambiase en respeto y aun en cariño popular por los
belethmitas.
Aconteció que unas hembras de esas de patente sucia iban
por la calle en compañía de unos mozos tarambanas,
echando por esas bocas sapos, lagartos y culebrones, cuando
acertaron o desacertaron a pasar dos belethmitas.
-Cállate, mujer -dijo uno de los calaveras-, y deja pasar
a estos santos.
-¡Qué santos ni qué droga! -contestó
la moza-. ¡Bonita soy yo para cuidarme de estos perros
nacas!
Y no habló más; porque se le torció la boca,
y rostrituerta habría quedado para siempre si los nacas no
hubieran hecho el milagro de curarla.
Es incuestionable que ninguna fundación habría
alcanzado en América mayor importancia y popularidad que
la de los belethmitas; pero después de la muerte de fray
Rodrigo, los mismos hermanos se encargaron de desacreditarla con
sus frecuentes querellas sobre inteligencia de las Constituciones
y Breves, con sus motines y simonías y con
escándalos de otro género en Guadalajara, Puebla de
los Ángeles, Habana, Méjico y Guatemala. Las cosas
llegaron a extremo de que muchos belethmitas colgaron los
hábitos y... se casaron en toda regla. Verdad que
podían hacerlo; pues no eran sacerdotes, ni sus votos de
los más solemnes.
Sólo la cuestión de si los capítulos
debían llamarse congregación, junta o dieta,
motivó grandes tumultos; y así, por cuestión
de una palabrita, empezó la ruina de los hospitalarios en
Guatemala.
Mas a fuer de justiciero cronista quiero también dejar
consignado que los belethmitas del Perú distaron mucho de
parecerse a sus hermanos de los otros países de
América, en cuanto a poca pureza de costumbres, y que por
su caridad para con los pobres enfermos se hicieron siempre
merecedores de cariñoso elogio social y de bendiciones de
los agradecidos convalecientes.
En sus mejores tiempos, los belethmitas peruanos asistían
en el hospital del Refugio o de Incurables hasta a cincuenta
infelices al cargo de ocho religiosos, y en la casa grande de
Barbones hubo ocasión en que cuarenta hermanos atendieron
a ciento sesenta enfermos. Y en el Cuzco, donde la
enfermería tuvo capacidad para admitir hasta ciento veinte
tarimas, llegaron a veintiocho los conventuales.
Aquí deberíamos dar por terminada nuestra
crónica; pero no lo haremos sin consagrar un rápido
y final capítulo al tan famoso nacimiento de Barbones,
pintándolo tal como tuvimos la suerte de conocerlo en la
niñez y ateniéndonos a nuestras reminiscencias de
muchacho.
V
Uno de nuestros más gratos recuerdos de la ya
lejanísima infancia es el del nacimiento que los padres
Barbones exhibían desde el 24 de diciembre hasta el 6 de
enero en la capilla de su convento. En la Lima antigua, aquellos
eran quince días de fiesta y jolgorio perenne.
¿Qué madre limeña dejó de llevar a su
nene al nacimiento? Contesten las que hoy son bisabuelas.
Originariamente, el convento de belethmitas estuvo en la vecindad
del Cercado; pero destruido por el terremoto de 1687, se
trasladó a los terrenos de Barbones.
Motivo de gran embeleso infantil eran las figuras de
automático movimiento, para cada unas de las cuales
tenían una copla las pallas que bailaban frente al
nacimiento, o la banda de cantores y músicos dirigida por
el maestro Hueso o el maestro Bañón, y de la que
formaban parte la china Mónica, la Candelita del muladar,
la Sin-monillo, el Niño Gato, ño Pan-con-queso y
ño Cachito, personajes muchos de ellos inmortalizados por
el lápiz caricaturesco de Pancho Fierro, el Goya
limeño.
Allí estaban la Virgen, San José y el Niño
que movía la manita como para bendecir a los rapazuelos
que lo contemplábamos boquiabiertos, mientras la china
Mónica, alentada por un vasito de orines del Niño,
que así llamaba el pueblo a la dulcísima aloja o
chicha morada con que los religiosos agasajaban a la
concurrencia, cantaba:
«A los niños formales
Dios los bendice;
y a los que no son buenos
les da lombrices.
A la nana, nanita
de San Vicente,
que el Niño de la Virgen
ya tiene un diente».
Allí se veía a los reyes magos, el blanco, el indio
y el negro, lujosamente ataviados, descendiendo de un cerro sobre
el portal de Belén y seguidos de un perro que movía
la cola, y al que le cantaba ño Pan-con-queso:
«El perro de San Roque
no tiene rabo,
porque unos escribanos
se lo han robado.
¡Mira, perrito!,
cuídate de escribanos,
que están malditos».
Allí se contemplaba el musgoso pesebre con la vaquita
mugidora; el gallo de cartón que quiquiriqueaba como un
verdadero sultán de gallinero, y la gigantilla a quien el
Niño Gato endilgaba estos piropos:
«Mariquita, María,
flor de romero,
no le digas a nadie
que yo te quiero.
Niña, si te preguntan
a quién adoras,
primero morir mártir
que confesora.
¡Cuándo querrá la Virgen
de las Angustias
que tu ropa y la mía
se laven juntas!
Ven conmigo a la sierra,
serás serrana:
te enseñaré la lengua
chachapoyana.
No me diga usted, niña,
que es de alta esfera:
también para las torres
hay escalera».
Allí estaba Judas haciendo zapatetas, pendiente de un
árbol y cantándole las pallas:
«¿Quién sería la madre
que parió a Judas?
¡Qué hijos tan desgraciados
paren algunas!».
Y el fraile del rosario callejero, seguido de beatas y tapadas de
saya y manto, por las que canturreaba la Sin-monillo:
«Arrímate a los frailes,
niña, si puedes;
porque llevan corona
como los reyes.
Las mujeres que llegan
al cuatro y cero,
quedan para comparsa
del callejero».
En primer término del nacimiento se veían dos
muñecos representando al Rosita Pitiminí y a
Guzarrapo, que eran un matrimonio de enanos y dos tipos populares
de Lima en tiempos del virrey Abascal. Los cantores festejaban a
la raquítica pareja con esta seguidilla:
«Chiquitita la novia,
chiquito el novio,
chiquitita la sala
y el dormitorio;
chico el salero,
chiquitita la cama
y... el mosquitero».
Allí estaban Chepita la Capullo, con su saya de tiritas;
Cantimplora, el alguacil del Cabildo, con su alguacilesca vara, y
el teniente Ajiaco, guardián del orden; y el monigote
Sopas-en-leche, botella en mano, a quien le aplicaban esta
copla:
«Santa Rosa de Lima,
¿cómo consientes
que en tu tierra se beba
tanto aguardiente?
¡Que sí, que sí! ¡Que no!
Por la falta de cabuya
no bailo mi trompo yo».
Y en fin, casi todos los tipos populares de la ciudad figuraban
en efigie en el nacimiento de Barbones.
Había -recuerdo como si la estuviera viendo- una
costurerita muy mona, con su delantal de olán, y muchos
jazmines y aromas en el peinado de trenzas, a la que le
cantaban:
«¡Ojalá que ojalaras,
muchacha, ojales!,
me ojalaras la... chupa
con alamares».
Y una pescadora de bagres y camarones, que en el extremo del
anzuelo mostraba a un currutaco de la época. Por aquella
prójima decía la Candela del muladar:
«Para pescar a un hombre
se necesita
una caña bien larga
con mucha pita.
A los hombres de ahora
quererlos poco,
y en ese poco tiempo
volverlos locos».
Interrumpiéndola con estos versos ño Cachito el
mentado bailador de zamacuecas en Amancaes:
«A tu puerta, pelona,
perdí dos reales.
¡Ay! ¡Pelona, pelona!
tú no los vales.
Los limeños no beben
chicha en botella,
y a la mujer mañosa...
¡golpe con ella!».
Desisto de la tarea de seguir describiendo el tan célebre
nacimiento de Barbones, porque la posdata me resultaría
más larga que la carta, y este capítulo no es sino
incidental en la crónica belethmítica de Lima. Las
coplas que se cantaban, siempre regocijadas y picarescas, eran
hijas de la musa popular, así española como
limeña. Guardo en mi cartera de apuntes, para utilizarlas
un día en trabajo de índole más literaria,
muchas, muchísimas de esas rimas, acaso pobres de arte,
pero incuestionablemente ricas de ingenio y travesura.
Oírlas cantar por las cantoras y cantores criollos
constituía el principal atractivo para el crecido concurso
que se arremolinaba en Barbones, y así lo comprendieron
los benditos hospitalarios, que probaron ser de manga ancha al no
oponer su veto a ciertas jácaras licenciosas.
Y aquí pongo punto, remate y contera a mi mal hilvanada
crónica, diciendo, como diría cualquiera de los
parrandistas de cuando entró la patria:
«En la calle en que vivo
(¡maldita sea!)
viven cuatro muchachas
a cual más fea.
Apaguemos la vela:
se acabó el baile.
Por la puerta, señores,
se va a la calle».