Barbero de Lima con su excomunión encima, era
refrán corriente entre las viejas de esta coronada ciudad
de los reyes, y a no pocas se lo oí, allá en mis
mocedades. También recuerdo haberles oído este
otro: «médico viejo, cirujano mozo y barbero que le
apunte el bozo».
Sin esta pícara afición mía a revolver
papeles viejos y respirar polvo y polilla, de fijo que me
habría quedado sin saber por qué los barberos de mi
tierra cargan con el mochuelo que, con caridad tan poca, les
colgaban las abuelitas, que no eran hembras de dar puntadas sin
nudo, y que para tratarlos de excomulgados tendrían
justificado motivo. Entremos, pues, en materia, y
tradición al canto.
I
Un domingo de agosto del año 1626, hallábase
agolpado gran concurso de gente a la puerta de la catedral de
Lima, templo que apenas llevaba diez meses de consagrado, leyendo
un cartelón o edicto, de cuya parte considerativa quiero
hacer gracia al lector, limitándome a copiar sólo
la dispositiva, que a la letra dice:
«Mandamos que, de aquí en adelante, sea bien
guardado el domingo, día del Señor; que no se abran
las tiendas en día de fiesta; ni afeiten los barberos; ni
se venda en el lugar que llaman Baratillo; ni los panaderos
amasen en estos días; ni de las haciendas del campo se
traiga alfalfa; porque todas estas fatigas se pueden prevenir la
víspera, y dejar siquiera un día de alivio a la
multitud de esclavos que no miran posible otro descanso que en su
muerte.- Gonzalo, arzobispo de los Reyes.- Ante mí,
licenciado Diego de Córdova».
Como todo tiene su razón de ser, hay que considerar que el
arzobispo de Campo (muchos cronistas le llaman de Ocampo)
pretendió con este edicto aliviar la desventurada
condición de los negros esclavos y de los indios mitayas o
sujetos a las antiguas encomiendas, a quienes amos y encomenderos
avarientos obligaban a trabajar con brutal exceso. Así se
explica uno la abundancia de días festivos y de media
fiesta, como llamaban a aquellos en los que sólo era
forzoso trabajar hasta las doce de la mañana. Los
españoles, que ponían orejas de mercader a las
reales órdenes sobre la materia, se quedaban
tamañitos ante la más ligera imposición de
la autoridad eclesiástica. Resultó de aquí
que de los trescientos sesenta y cinco días del
año, la mitad fuesen de huelga, más o menos
completa. A mi juicio, el edicto de su ilustrísima tanto
era político como evangélico.
Sepan ustedes que sólo del contrato ajustado en julio de
1696 entre el Consejo de Indias y la compañía real
de Guinea para la introducción en América de
treinta mil negros, correspondieron al Perú doce mil
esclavos, que se vendieron en el Callao desde 300 hasta 400 pesos
ensayados cada uno. La sexta parte quedó en el servicio
doméstico, y fue la menos desdichada; pero el resto
pasó a las rudas faenas agrícolas, donde el
látigo, esgrimido por feroz caporal, andaba a nalga
qué quieres. Adivinar se deja que el edicto archiepiscopal
fue acogido con entusiasta aplauso por siervos y servidores, y
visto de mal ojo por la gente rica y acomodada; pero los
barberos, cuya condición era excepcional, pusieron el
grito en el quinto cielo.
II
A ciencia cierta, nadie sabe desde cuándo hubo barberos y
navajas sobre la tierra. Los judíos, contemporáneos
de Cristo, se afeitaban con una especie de piedra pómez, y
los griegos y romanos se aplicaban a la barba un líquido
corrosivo que con frecuencia les ocasionaba enfermedades de la
piel. Sólo desde los tiempos de Nerón, tan
hábil para inventar suplicios, empieza la historia a
ocuparse de los barberos, dándoles renombre de charlatanes
y murmuradores; y tanto que uno de ellos, que por primera vez iba
a palacio, le preguntó al rey:
-¿Cómo quiere vuestra majestad que le afeite?
-Sin chistar palabra -contestó el monarca.
La historia cuenta que los barberos se han entrometido algunas
veces en la política, pero siempre con pícara
estrella. A Pedro Labrosse, barbero de Felipe el Atrevido, y a
Oliverio el Gamo, barbero de Luis XI, los afeitó en toda
regla el verdugo; y si Bejarano, barbero del tirano Francia del
Paraguay, no tuvo idéntico final, por lo menos le
arrimaron doscientos zurriagazos en plena plaza de la
Asunción. Escarmentados en aquellos tres ejemplos, los
barberos de mi tierra no pasan, en política, de graciosos
zurcidores de bolas, y su opinión es siempre la de la
barba que jabonan. Ni quitan ni ponen rey. Con un parroquiano son
más gobiernistas que el ministerio, y con otro más
revolucionarios que la demagogia: con éste jesuitas e
intolerantes, y con aquél masones y liberales hasta la
pared del frente. Los barberos son como el maná de los
israelitas: se acomodan a todo paladar.
La historia contemporánea sólo nos habla de dos
barberos afortunados: el del rey don Miguel de Portugal, que por
la suavidad de su navaja y otras habilidades, mereció del
soberano el título de marqués de Queluz, y el
famoso Jazmín, tan eximio poeta como habilidoso peluquero,
cuyos versos arrancaron a la pluma de Carlos Nodier los
más entusiastas elogios.
Decididamente, los barberos en nuestro siglo del vapor y la luz
eléctrica están en vía de
rehabilitación. Me alegro por los pericotes.
III
Volvamos al atrio de la catedral.
Casi los treinta que en ese año componían el gremio
de filos desuellacaras, estaban allí reunidos leyendo,
releyendo y comentando el cartelón, hasta que el
más letrado de entre ellos, llamado Pepe Ortiz,
tomó la palabra y dijo:
-Señores, si el abad de lo que canta yanta, el barbero
manduca de la barba que retruca, y entre Pupa y Pupajor, Dios
escoja lo mejor. Creo que discurro con lógica...
¿Digo mal o digo bien?
-¡Sí, sí! ¡Muy bien! ¡Muy
bien!
-Entonces, prosigo. Si trabajando a destajo no nos cunde el
trabajo, y todo es hora chiquita con sol y sombrita, acatando el
edicto vamos a colocarnos en la condición del asnillo de
Gil García, que cada día menos comía.
Probemos, pues, que el viento que corre muda la veleta, mas no la
torre, y sin más gori-gori reclamemos del edicto.
El palmoteo y los vítores fueron estrepitosos. Dos o tres
abrazaron al orador, y otros le apretaron la mano
diciéndole: «Pepe, eres todo un hombre, y como
tú hay pocos».
Restablecida la calma, uno, que probablemente era el Celso
Bazán de aquel siglo, alzó el brazo, como quien
pide venia para hablar, y dijo:
-Compañero, bien pensado y mejor hablado; bien mascado y
mejor remojado. Se dice que, por trabajar en domingo, logramos
medros, y no saben que en este mundo mezquino, donde hay para pan
no hay para tocino, y que el barbero no es fraile cucarro que
deja la misa por el jarro. Somos como los hijos de Medinilla, que
nunca salieron de papilla, y lo de que con un mucho y dos
poquitos se hacen ricos infinitos..., ¡mamola!...; eso y el
queso empacha, y que se lo cuenten al abate Cucaracha. Conque,
como dice Pepe, Dios sea con nosotros, y a protestar,
muchachos.
El entusiasmo llegó a su colmo, y unas mocitas con
más sal que las salinas de Huacho, que estaban de
espectadoras, casi se comieron a besos al orador,
diciéndole:
Turroncito de alfeñique,
botón de pitiminí,
si no estás enamorado
enamórate de mí.
El alma me has robado,
dame la tuya,
que el ladrón es preciso
que restituya.
-Alto ahí, camandulense, y mientras descansas maja estas
granzas -saltó un viejo con opalanda y birrete,
fértil de orejas, viudo del ojo izquierdo y tartamudo de
la pierna derecha, a quien llamaban Cuzcurrita y que diz que era
el barbero de los canónigos y de la curia, un pobre hombre
que de a legua exhalaba olor a vinajeras de sacristía.
Sabedlo, coles, que espinacas hay en la olla y que es
herejía luterana rezongar contra lo que mandan los
ministros de la Iglesia. Por eso dijo San Ambrosio..., no...,
no..., que fue San Agustín..., tampoco..., en fin, alguien
lo dijo y yo lo repito..., nácenle alas a la hormiga para
que se pierda más aína. Conque comed y no gimades,
soberbios de Lucifer, o gemid y no comades. He dicho. Pajas al
pajar y barberos a rapar.
-Hombre -replicó Pepe Ortiz-, para mujer de a dos reales,
marido de a dos migajas. Para las barbas que tú desuellas,
bien te estás con ellas, que sólo un cristiano
dejado de Dios y de Santa María se pone en manos de
barbero zahorí que tiene un Cristo negro pintado en el
cielo de la boca.
-Aguilucho sin agallas -insistió Cuzcurrita, rojo de
cólera ante tamaña injuria-, no seré yo,
brujo y zahorí, como me apodas, el que por el alabado deje
el conocido y véame perdido. Excomunión con
usarcedes y no conmigo, que no pecaré de novedoso ni
de...
Aquí se acabó la paciencia de los del gremio, y a
los gritos de «¡Basta! ¡Fuera! ¡Mantear
el monigote! ¡Cáscale las liendres!
¡Aflójale su sepan cuantos!», se
escurrió Cuzcurrita en dirección al sagrario.
IV
Y alejado el único defensor del cartelón,
veintiocho barberos firmaron un largo memorial que, mitad en
latín y mitad en castellano y por su respectivo cuanto vos
contribuisteis (una onza de oro), les redactó el abogado
de más campanillas que en Lima comía pan.
Rechazados por el arzobispo, apelaron ante el juez
apostólico de Guamanga, y negada también la
apelación, los rapabarbas, lejos de amilanarse con una
excomunión en perspectiva, cobraron bríos y
fuéronse a la Real Audiencia con un... (parece mentira
tamaño coraje), con un... (hasta la mano me tiembla), con
un... (¡Avemaría purísima!) recurso de
fuerza. Sí, señores, como ustedes lo oyen, recurso
de fuerza. ¡Cómo! ¿Creían ustedes que
los barberos eran gente de volverse atrás por
excomunión más o menos?
Y mientras el fiscal y el promotor andaban al morro con los
Cánones y las Pandectas, y las Decretales, y el Fuero
Juzgo, y las Partidas, y el Patronato y la gurrumina, el Celso
Bazán se llenaba la boca exclamando:
-¡Ahora va a saber el arzobispito con quién
casó Cañahueca!
¡Recurso de fuerza! ¿Y contra quién? Contra
el más engreído de los arzobispos que el
Perú tuvo hasta entonces. Contra un arzobispo que
traía en la cartera el título de virrey, para el
caso de que falleciese el marqués de Guadalcázar.
¡Contra un arzobispo a quien Felipe IV llamaba su ojito
derecho, y que era el niño mimado de Su Santidad Gregorio
IX!
Pero como ni el virrey, ni los oidores, ni los cabildantes y
demás gente de copete pudieran conformarse con lucir el
domingo barba trasnochada o de la víspera, sucedió
(maravíllense ustedes, que yo ya me he maravillado) que la
Real Audiencia fallara que el arzobispo hacía
fuerza.
¡Victoria por los barberos!
Verdad es también que la sentencia se pronunció
veinticuatro horas antes de que fuera pública en Lima la
noticia de que el arzobispo don Gonzalo de Campo había
fallecido en Recuay el 1.º de diciembre, envenenado por un
cacique a quien desde el púlpito amonestara de lo lindo
porque vivía amancebado.
Si alambicamos bien el suceso, algo de complicidad en la muerte
de Su Ilustrísima les cae encima a los barberos; porque
llamado el de Recuay para aplicar una sangría al
moribundo, anduvo retrechero con las excusas de si era o no era
domingo y de si el edicto callaba o no callaba en este caso,
cuando vencidos sus escrúpulos se decidió a acudir,
empleó un cuarto de hora en buscar lanceta y a la postre
fue llevando una lanceta roma. Cuando él entró en
el dormitorio hacía ya minuto y medio que era don Gonzalo
alma de la otra vida.
Desde entonces los barberos de Lima disfrutan del privilegio de
trabajar en domingo, gracias a su ñeque y
circunstanflaucia, como diría Celso Bazán, mi
barbero.