Tradición en que se prueba que ni estando bajo la horca ha
de perderse la esperanza
I
Sepan cuantos presentes estén, que la muy justificada y
Real Audiencia de esta ciudad de los reyes del Perú ha
condenado a sufrir muerte ignominiosa en la horca a Alonso
Godínez, natural de Guadalajara en España, por
haber asesinado a Marta Villoslada, sin temor a la justicia
divina ni humana. ¡Quien tal hizo que tal pague! Sirva a
todos los presentes de lección para que no lleguen a verse
en semejante trance. ¡Paso a la justicia!
Tal era el pregón que a las once de la mañana del
día 13 de noviembre de 1619 escuchaba la muchedumbre en la
plaza Mayor de Lima. Frente a la bocacalle del callejón de
Petateros levantábase la horca destinada para el suplicio
del reo.
Oigamos lo que se charlaba en un grupo de ociosos y noticieros,
reunidos en el tendejón de un pasamanero.
-¡Por la cruz de mis calzones, que guapo mozo se pierde
-decía un mozalbete andaluz bien encarado- por culpa de
una mala pécora, casquivana y rabicortona. ¿Si
creerá este virrey que despabilar a un prójimo es
como componer jácaras y coplas de ciego?
-Déjese de murmuraciones, Gil Menchaca, que la justicia es
justicia y sabe lo que se pesca; y no por dar suelta a la sin
pelos, tenga usarced el aperreado fin de don Martín de
Robles, que no fue ningún rapabolsillos, sino todo un
hidalgo de gotera, y que finó feamente por burlas que dijo
del virrey marqués de Cañete -contestó el
pasamanero, que era un catalán cerrado.
-Pues yo, señor Montufar, no dejo que se me cocinen en el
buche las palabras, y largo el arcabuzazo y venga lo que viniere;
y digo y repito que no es justo penar de muerte los pecados de
amor.
-Buen cachidiablo será el tal condenado... De fijo que ha
de ser peor que un cólico miserere.
-¡Quedo, señor Montufar! Alonso Godínez es
honrado y bravo a carta cabal.
-Y con toda su honradez y bravura, eche usarced por arriba o eche
por abajo -insistió el catalán-, una pícara
hembra lo trae camino de la horca.
-¡Reniego de las mujeres y de los petardos que dan! La
mejorcita corta un pelo en el aire. ¡Mal haya el bruto que
se pirra por ellas! Yo lo digo, y firma el rey.
-No hable el señor Gil Menchaca contra las faldas, que mal
con ellas y peor sin ellas, ni chato ni narigón; y vuesa
merced con toda su farándula es el primero en relamerse
cuando tropieza con un palmito como el tufo -dijo terciando en el
diálogo una graciosa tapada, más mirada y remirada
que estampa de devocionario.
El andaluz guiñó el ojo, diciendo:
-¡Viva la sal de Lima! ¡Adiós, manojito de
claveles! ¡Folgad, gallinas, que aquí está el
gallo!
«A tus labios rosados,
niña graciosa,
van a buscar almíbar
las mariposas».
Y se preparaba a echar tras la tapada, cuando el oleaje del
populacho y un ronco son de tambores y cornetas dieron a conocer
la aproximación de la fúnebre escolta.
Un hermano de la cofradía de la Caridad se detuvo frente
al grupo, pronunciando estas fatídicas palabras con un
sonsonete gangoso y particular.
-¡Hagan bien para hacer bien por el alma del que van a
ajusticiar!
-Tome, hermano -gritó Gil Menchaca echando dos columnarias
en el platillo de las ánimas, generosidad que imitaron los
del grupo-. ¡Pues como yo pudiera se había de salvar
mi paisano! Sobre que no merece morir en la plaza, como un perro
de casta cruzada, sino cristianamente en un convento de
frailes.
-Y en convento morirá -murmuró una voz.
Todos se volvieron sorprendidos, y vieron que el que así
había hablado era nada menos que el guardián de San
Francisco, que, abriéndose paso entre la multitud, se
dirigía a la horca, a cuyo pie se encontraba ya el
reo.
Era éste un hombre de treinta años, en la plenitud
del vigor físico. Su aspecto, a la vez que valor, revelaba
resignación.
El crimen que lo llevaba al suplicio era haber dado muerte a su
manceba en castigo de una de esas picardihuelas que, desde que el
mundo es mundo, comete el sexo débil; por supuesto,
arrastrado por su misma debilidad.
Llegado el guardián al sitio donde se elevaba el fatal
palo y cuando el verdugo terminaba de arreglar los
bártulos del oficio, sacó un pliego de la manga y
lo entregó al capitán de la escolta. Luego, tomando
del brazo al condenado, atravesó con él por entre
la muchedumbre, que los siguió palmoteando hasta la
portería del convento de San Francisco.
Alonso Godínez había sido indultado por su
excelencia don Francisco de Borja y Aragón,
príncipe de Esquilache.
II
Echemos un parrafillo histórico.
La iglesia y convento de San Francisco de Lima son obras
verdaderamente monumentales. «En el mismo año de la
fundación de Lima -dice un cronista- llegaron los
franciscanos, y Pizarro les concedió un terreno bastante
reducido, en el cual principiaron al edificar. Pidieron luego
aumento de terreno, y el virrey marqués de Cañete
les acordó todo el que pudieran cercar en una noche. Bajo
la fe de esta promesa colocaron estacas, tendieron cuerdas, y al
amanecer eran los franciscanos dueños de una
extensión de cuatrocientas varas castellanas de frente,
obstruyendo una calle pública. El cabildo reclamó
por el abuso; pero el virrey hizo tasar todo el terreno y
pagó el importe de su propio peculio».
Mientras se terminaba la fábrica del templo, cuya
consagración solemne se hizo en 1673, la comunidad
franciscana levantó una capilla provisional en el sitio
que hoy ocupa la de Nuestra Señora del Milagro. Esos
frailes no usaban manteles ni colchón, y sus casullas para
celebrar misa, eran de paño o de tafetán.
No cuadra al carácter ligero de las Tradiciones entrar en
detalles sobre todas las bellezas artísticas de esta
fundación. La fachada y torres, el arco toral,
la bóveda subterránea, los relieves de la media
naranja y naves laterales, las capillas, el estanque donde se
bañaba don Francisco Solano, el jardín, las diez y
seis fuentes, la enfermería, todo, en fin, llama la
atención del viajero. El mismo cronista dice, hablando del
primer claustro: «Cuanto escribiéramos sobre el
imponderable mérito de sus techos sería
insuficiente para encomiar la mano que los talló: cada
ángulo es de diferente labor, y el conjunto del molduraje
y de sus ensambladuras tan magníficamente trabajadas, no
sólo manifiestan la habilidad de los operarios, sino que
también dan una idea de la opulencia de aquella
época».
Pero hijos legítimos de España, no sabemos
conservar, sino destruir. Hoy los famosos techos del claustro son
pasto de la polilla. ¡Nuestra incuria es fatal! Los
lienzos, obra de notables pintores del viejo mundo y en los que
el convento poseía un tesoro, han desaparecido. Parece que
sólo queda en Lima el cuadro de la comunión de San
Jerónimo, original del Dominiquino, y que es uno de los
que forman la rica galería de pinturas del señor
Ortiz de Zeballos.
Entretanto, lectores míos, ¿cuánto piensan
ustedes que cuesta a los frailes la madera empleada en ese techo
espléndido? Un pocillo de chocolate... Y no se rían
ustedes, que la tradición es auténtica.
Diz que existía en Lima un acaudalado comerciante
español, llamado Juan Jiménez Menacho, con el cual
ajustaron los padres un contrato para que los proveyese de madura
para la fábrica. Corrieron días, meses y
años sin que, por mucho que el acreedor cobrase, pudiesen
pagarle con otra cosa que con palabras de buena crianza, moneda
que no sabemos haya nunca tenido curso en plaza.
Llegó así el año de 1638. Jiménez
Menacho, convaleciente por entonces de una grave enfermedad, fue
invitado por el guardián para asistir a la fiesta del
Patriarca. Terminada ésta, fue cuestión de pasar al
refectorio, donde estaba preparado un monacal refrigerio, al que
hizo honores nada menos que su excelencia don Padre de Toledo y
Leyva, marqués de Mancera y decimoquinto virrey de estos
reinos por su majestad don Felipe IV.
Jiménez Menacho, cuyo estómago se hallaba delicado,
no pudo aceptar más que una taza de chocolate. Vino el
momento de abandonar la mesa, y el comerciante, a quien los
frailes habían colmado de atenciones y agasajos, dijo
inclinándose hacia el guardián:
-Nunca bebí mejor soconusco, y ya sabe su reverencia que
soy conocedor.
-Que se torne en salud para el alma y para el cuerpo,
hermano.
-Que ha de aprovechar al alma no lo dudo, porque es chocolate
bendito y con goce de indulgencia. En lo que atañe al
cuerpo, créame su paternidad que me siento refocilado, y
justo es que pague esta satisfacción con una limosna en
bien de la orden seráfica.
Y colocó junto al pocillo el legajo de documentos. Todos
llevaban su firma al pie de la cancelación.
Pocos años después moría tan benévolo
como generoso acreedor, que obsequió también al
convento las baldosas de la portería. En ella se lee
aún esta inscripción:
JIMÉNEZ MENACHO DIO DE LIMOSNA ESTOS AZULEJOS.
VUESTRAS REVERENCIAS LO ENCOMIENDEN A DIOS.
AÑO DE 1643.
En conclusión, la monumental fábrica de San
Francisco se hizo toda con limosnas de los fieles.
Y téngase en consideración que se gastaron en ella
dos millones doscientos cincuenta mil pesos. ¡Gastar
es!
«En este convento -dice el cronista- se halla el cuerpo de
San Francisco Solano, aunque sus religiosos ignoran el sitio
donde está y sólo conservan el ataúd y la
calavera, que exponen al público por el mes de julio en el
novenario del santo. También enseñan los frailes
una gran cruz de madera y de la cual no hay devoto que no se
lleve una astilla. La suegra de un amigo carga como reliquia dos
astillitas; pero ni por esas se le dulcifica el carácter a
la condenada vieja».
III
Volvamos a Alonso Godínez.
La cacica doña Catalina Huanca hizo venir de España
y como obsequio para el convento, algunos millares de azulejos o
ladrillos vidriados, formándose de la unión de
varios de ellos imágenes de santos. Pero doña
Catalina olvidó lo principal, que era mandar traer un
inteligente para colocarlos.
Años hacía, pues, que los azulejos estaban
arrinconados, sin que se encontrase en Lima obrero capaz de
arreglarlos en los pilares correspondientes.
En la mañana en que debía ser ahorcado Alonso
Godínez fue a confesarlo el guardián de San
Francisco, y de la plática entre ambos resultó que
el reo era hombre entendido en obras de alfarería. No
echó el guardián en saco roto tan importante
descubrimiento; y sin pérdida de tiempo fue a palacio, y
obtuvo del virrey y de los oidores que se perdonase la vida del
delincuente, bajo condición de que vestiría el
hábito de lego y no pondría nunca los pies fuera de
las puertas del convento.
Alonso Godínez no tan sólo colocó en un
año los azulejos, sino que fabricó algunos,
según lo recela esta chabacana rima que se lee en los
ángulos del primer claustro:
«Nuevo oficial trabajá,
que todos gustan de veros
estar haciendo pucheros
del barro de por acá».
Por fin, Alonso Godínez alcanzó a morir en olor de
santidad, y es uno de los cuarenta a quienes las crónicas
franciscanas reputan entre los venerables de la orden que han
florecido en Lima.