Parece que una mañana se levantó Carlos III con
humor de suegra, y francamente que razón había
harta para avinagrar el ánimo del monarca. Su majestad
había soñado que las arcas reales corrían el
peligro de verse como Dios quiere a las almas, es decir, limpias,
porque sus súbditos de las Américas andaban un si
es no es remolones para proveerlas.
-¡Carrampempe! Pues a mí no ha de pasarme lo que a
don Enrique el Doliente que, no embargante ser rey y de los
tiesos, llegó día en que no tuvo cosa sólida
que meter bajo las narices, y empeñó el
gabán para que el cocinero pudiera condimentarle una sopa
de ajos y un trozo de jabalí ahumado. Que me llamen a don
José Antonio.
Y don José Antonio de Areche, del Consejo de Indias y
caballero de la distinguida orden de Carlos III, no tardó
en presentarse ante su rey y disertar con él largo y
tendido sobre los atrenzos del real tesoro. Y por consecuencia de
la plática entre señor y vasallo, nos cayó
como llovido por estos reinos del Perú, en 1777 y con el
título de Visitador general, un culebrón de los
finos.
El Visitador, a poco de llegado a Lima, se convenció de
que la tierra era muy rica y la comisión sabrosa y de
papilla. Ítem, adivinó, sin ser brujo, que los
peruleros éramos mansitos de genio y, por ende,
susceptibles de soportar cuanta albarda pluguiera a su
señoría echarnos a cuestas. Y pensado y hecho, y
sin andarse con algórgoras ni brujuleos, se nos vino al
bulto y decretó impuestos y estancos y tarifas y
qué sé yo cuántas garruminas. ¡Dios me
perdone!, pero cuentan que, anticipándose a un municipio
de estos maravillosos tiempos, estuvo en un tumbo de dado que
estableciera contribución canina, sin exceptuar de ella al
perro de San Roque, ni al de Santo Domingo, ni al de San
Lázaro, ni al de Santa Margarita que, según colijo,
fueron santos aficionados a chuchos.
Pero tanto estiró la cuerda que, a la postre, vino el
estallido, y reventó y se armó la tremenda. El
Visitador era testarudo, no cejó un ápice y
siguió ajustándonos las clavijas como a guitarra
ajena. Y hubo una tal de zambomba y degollina, horca y jicarazo,
que... ¡vamos! debemos tomar por especial cariño y
bendición de Dios no haber comido pan en aquel
desbarajustado siglo. Por fin de fines, los pícaros
impuestos subsistieron y, entre gruñido y
refunfuño, hubo de pagarlos todo aquel que, teniendo ley a
su pescuezo, no ambicionara ponerlo en relaciones íntimas
con el verdugo.
A la vez que así nos sacaba roñosos maravedises
para su majestad, echose su señoría a pesquisar a
todos los empleados que tenían manejo de fondos
públicos: tal revoltijo y gatuperio hallaría en el
examen de algunas cuentas, que plantó en chirona a
encopetados personajes responsables de éstas. Es fama que,
oyendo los descargos que le daba un empleado, dijo aburrido el
señor de Areche:
-¿Sabe usted, señor alcabalero, que no entiendo sus
cuentas?
-No es extraño, señor Visitador. Yo tampoco las
entiendo, y eso que las cuentas son mías.
¡Vaya si las malditas andarían enredadas!
Entre los presos hallábase cierto corregidor de quien
decíase que había sido más voraz que
sanguijuela para sacar el quilo a los pueblos cuyo gobierno le
estaba encomendado. La causa, entre probanzas, testigos, careos,
apelaciones y demás batiborrillo de la chusma forense,
llevaba trazas de dar tela para pleito durante tres generaciones
por lo menos. Nuestro hombre resolvió cortar por el atajo
y, abocándose con el carcelero, le pidió
resueltamente que lo dejase salir por un par de horas,
empeñándole palabra de regresar a la prisión
antes de que expirase el término fijado. El carcelero
reflexionó que la palabra de honor no es cosa para
empeñada, pues sobre tal prenda no desata un usurero los
cordones de la bolsa, y dijo rotundamente que nones. Mas
deslumbrado por el brillo de algunas peluconas, que al descuido y
con cuidado lo puso entre las manos el preso, acabó por
ablandarse y correr cerrojos y abrir rejas.
II
Eran las siete de la noche. Hallábase el señor
Visitador en el salón de su casa echando una mano de
tresillo con unos amigos, y acababan de hacerle puesta real en
solo de oros con mates, estuches, falla y rey enano, cuando
entró su mayordomo y, llamándolo aparte, le
dijo:
-Un caballero quiere hablar en el instante con su
señoría.
-¡Algún importuno! Que vuelva mañana.
¿No te ha dicho su nombre?
-No, señor; pero me ha regalado dos onzas de oro porque
pasara recado, y como no era decente que esperase respuesta en el
zaguán, lo he hecho entrar en el cuarto de estudio.
-¡Y dices que te ha dado dos onzas de alboroque! Pues ha de
ser algo de importancia lo que trae a ese sujeto.
Y volviéndose a sus tertulios, les dijo:
-Con permiso, caballeros, no tardaré en volver y que don
Narciso juegue por mí. ¡Es vida muy aperreada la que
llevo, y no se la doy a mi mayor enemigo!
Y don José Antonio se dirigió al estudio, que
estaba situado en el patio de la casa. Esperábalo
allí un embozado que, al presentarse Areche, se
descubrió y dijo cortésmente:
-Buenas y santas noches.
-Así se las dé Dios. ¡Hola, hola,
señor mío! ¿Cómo ha salido de la
cárcel sin mi licencia?
-No hizo falta, señor Visitador. He dado mi palabra, y
sabré cumplirla, de regresar en breve a la
prisión.
-Supongo a lo que usted viene..., a hablarme, sin duda, de su
causa.
-Precisamente, señor Visitador.
-Pues tiempo perdido, amigo mío. Lo veo a usted en mal
caballo, y con dolor de mi corazón tendré que ser
severo; que el rey no me ha enviado para que ande con blanduras y
contemplaciones. En su causa hay documentos atroces, y testigos
libres de tacha cuyas declaraciones bastan y sobran para enviar a
la horca diez prójimos de su calibre. Yo soy muy recto, y
tratándose de administrar justicia no me caso ni con la
madre que me parió.
-Pues, señor Visitador, contra todo lo que dice su
señoría que hay de grave en mi proceso, poseo yo
mil argumentos irrefutables; sí, señor, mil
argumentos. Y lo mejor es que seamos amigos y nos dejemos de
pleitos, que no sirven sino para traer desazones, criar mala
sangre y hacer caldo gordo a escribas y fariseos.
-¿Y por qué, si tiene tanta confianza en que han de
sacarlo airoso, no ha hecho uso de sus argumentos? Ya quisiera
conocer uno para refutárselo.
-Si el señor Visitador me ofrece no airarse y guardarme el
secreto, direle en puridad cuáles son mis
argumentos.
-Hable usted claro y como Cristo nos enseña.
Presénteme uno solo de sus argumentos y guarde los
novecientos noventa y nueve restantes, que ni tiempo hay sobrado
ni ocasión es esta para hacerme cargo de ellos.
Entonces el corregidor metió mano al bolsillo y entre el
pulgar y el índice sacó una onza de oro.
-¿Ve su señoría este argumento?
-¡Eso es una pelucona, señor corregidor!
-Pues mil argumentos de su especie tengo listos para que se corte
el proceso. Y buenas noches, señor Visitador, que las
horas vuelan y la palabra es palabra.
Y paso entre paso, el corregidor siguió camino de la cárcel.
En cuanto al señor de Areche, refieren que volvió
cojitabundo a ocupar su puesto en la mesa de tresillo; que en
toda la santa noche no hizo jugada en regla, y que, por primera
vez en su vida, cometió dos renuncios, prueba clara de la
preocupación de su ánimo.
III
¡Qué demonche! Yo no soy maldiciente, pero en la historia hay hechos que lo sacan a uno de quicio.
Y la prueba de que don José Antonio de Areche no
jugó muy limpio, que digamos, en el desempeño de la
comisión que el rey le confiara, está en que, a
pesar de los pesares, su majestad se vio forzado a destituirlo,
llamándolo a España, confiscándole la
hacienda y sentenciándolo a vivir desterrado de la villa y
corte de Madrid.
Al siguiente día de la entrevista con el Visitador, fue puesto en libertad el preso y se sobreseyó en la causa.
¡Y tenga usted fe en la incorruptibilidad de la justicia!
Digo, ¿si fumarían en pipa los argumentos del corregidor?