Entre el señor conde de San Javier y Casa-Laredo y la
cuarta hija del conde de la Dehesa de Velayos existían por
los años de 1780 los más volcánicos
amores.
El de la Dehesa de Velayos, fundadas o infundadas, sus razones
tenía para no ver de buen ojo la afición del de San
Javier por su hija Doña Rosa, y esta terquedad paterna no
sirvió sino para aumentar combustible a la hoguera.
Inútil fue rodear a la joven de dueñas y
rodrigones, argos y cerveros, y aun encerrarla bajo siete llaves,
que los amantes hallaron manera para comunicarse y verse a
hurtadillas, resultando de aquí algo muy natural y
corriente entre los que bien se quieren. Las cuentas claras y el
chocolate espeso... Doña Rosa tuvo un hijo de
secreto.
Entretanto corría el tiempo como montado en
velocípedo, y fuese que en el de San Javier entrara el
resfriamiento, dando albergue a nueva pasión, o que
motivos de conveniencia y de familia pesaran en su ánimo,
ello es que de la mañana a la noche salió el muy
ingrato casándose con la marquesita de Casa-Manrique. Bien
dice el cantarcillo:
«No te fíes de un hombre,
de mí el primero;
y te lo digo, niña,
porque te quiero».
Doña Rosa tuvo la bastante fuerza de voluntad para ahogar
en el pecho su amor y no darse para con el aleve por entendida
del agravio, y fue a devorar sus lágrimas en el retiro de
los claustros de Santa Clara, donde la abadesa, que era muy su
amiga, la aceptó como seglar pensionista, corruptela en
uso hasta poco después de la independencia. Raras veces se
llenaba la fórmula de solicitar la aquiescencia del obispo
o del vicario para que las rejas de un monasterio se abriesen,
dando libre entrada a las jóvenes o viejas que por
limitado tiempo decidían alejarse del mundo y sus
tentaciones.
Algo más. En 1611 concediose a la sevillana Doña
Jerónima Esquivel que profesase solemnemente en el
monasterio de las descalzas de Lima, sin haber comprobado en
forma su viudedad. A poco llegó el marido, a quien se
tenía por difunto, y encontrando que su mujer y su hija
eran monjas descalzas, resolvió él meterse a fraile
franciscano, partido que también siguió su hijo.
Este cuaterno monacal pinta con elocuencia el predominio de la
Iglesia en aquellos tiempos, y el afán de las comunidades
por engrosar sus filas, haciendo caso omiso de enojosas
formalidades.
No llevaba aún el de San Javier un año de
matrimonio, cuando aconteció la muerte de la marquesita.
El viudo sintió renacer en el alma su antigua
pasión por Doña Rosa, y solicitó de
ésta una entrevista, la que después de alguna
resistencia, real o simulada, se le acordó por la noble
reclusa.
El galán acudió al locutorio, se confesó
arrepentido de su gravísima falta, y terminó
solicitando la merced de repararla casándose con
Doña Rosa. Ella no podía olvidar que era madre, y
accedió a la demanda del condesito; pero imponiendo la
condición sine qua non de que el matrimonio se verificase
en la portería del convento, sirviendo de madrina la
abadesa.
No puso el de San Javier reparos, desató los cordones de
la bolsa, y en una semana estuvo todo allanado con la curia y
designado el día para las solemnes ceremonias de
casamiento y velación.
Un altar portátil se levantó en la portería,
el arzobispo dio licencia pare que penetrasen los testigos y
convidados de ambos sexos, gente toda de alto coturno; y el
capellán de las monjas, luciendo sus más ricos
ornamentos, les echó a los novios la inquebrantable
lazada.
Terminada la ceremonia, el marido, que tenía coche de gala
para llevarse a su costilla, se quedó hecho una estantigua
al oír de los labios de Doña Rosa esta formal
declaración de hostilidades:
-Sector conde, la felicidad de mi hijo me exigía un
sacrificio y no he vacilado para hacerlo. La madre ha cumplido
con su deber. En cuanto a la mujer, Dios no ha querido concederla
que olvide que fue vilmente burlada. Yo no viviré bajo el
mismo techo del hombre que despreció mi amor, y no
saldré de este convento sino después de
muerta.
El de San Javier quiso agarrar las estrellas con la mano
izquierda, y suplicó y amenazó. Doña Rosa se
mantuvo terca.
Acudió la madrina, y el marido, a quien se le hacía
muy duro no dar un mordisco al pan de la boda, la expuso su
cuita, imaginándose encontrar en la abadesa persona que
abogase enérgicamente en su favor. Pero la madrina, aunque
monja era mujer, y como tal comprendía todo lo que de
altivo y digno había en la conducta de su ahijada.
-Pues, señor mío -le contestó la abadesa-,
mientras estas manos empuñen el báculo abacial, no
saldrá Rosa del claustro sino cuando ella lo quiera.
El conde tuvo a la postre que marcharse desahuciado. Apeló
a todo género de expedientes e influencias para que su
mujer amainase, y cuando se convenció de la esterilidad de
su empeño, por vías pacíficas y
conciliatorias acudió a los tribunales civiles y
eclesiásticos.
Y el pleito duró años y años, y se
habría eternizado si la muerte del de San Javier no
hubiera venido a ponerle término.
El hijo de Doña Rosa entró entonces en
posesión del título y hacienda de su padre; y la
altiva limeña, libre ya de escribanos, procuradores, papel
de sello y demás enguinfingalfas que trae consigo un
litigio, terminó tranquilamente sus días en los
tiempos de Abascal, sin poner pie fuera del monasterio de las
clarisas.