Allá por la primera mitad del anterior siglo no se hablaba
en Lima sino del alma de un padre mercenario que vino del otro
mundo, no sé si en coche, navío o pedibus andando,
con el expreso destino de dar un susto de los gordos a un
comerciante de esta tierra. Aquello fue tan popular como la
procesión de ánimas de San Agustín, el
encapuchado de San Francisco, la monja sin cabeza, el coche de
Zavala, el alma de Gasparito, la mano peluda de no sé
qué calle, el perro negro de la plazuela de San Pedro, la
viudita del cementerio de la Concepción, los duendes de
Santa Catalina y demás paparruchas que nos contaban las
abuelas, haciéndonos tiritar de miedo y rebujarnos en la
cama.
De buena gana querría dar hoy a mis lectores algo en que
no danzasen espíritus del otro barrio, aunque tuviera que
echar mano de la historia de los hijos de Noé, que fueron
cinco y se llamaron Bran, Bren, Brin, Bron, Brun, como dicen las
viejas. Pero es el caso que una niña muy guapa y muy
devota a la vez me ha pedido que ponga en letras de molde esta
conseja, y ya ven ustedes que no hay forma de esquivar el
compromiso.
¡Ay, que se quema! ¡Ay, que se abrasa
el ánima que está en pena!
era el estribillo con que el sacristán de la parroquia de
San Marcelo pedía limosna para las benditas ánimas
del purgatorio, a lo cual contestaba siempre algún chusco
completando la redondilla:
que se queme enhorabuena,
que yo me voy a mi casa.
I
El padre Venancio y el padre Antolín se querían tan
entrañablemente como dos hermanos, se entiende como dos
hermanos que saben quererse y no andan al morro por centavo
más o menos de la herencia.
En el mismo día habían entrado en el convento,
juntos pasaron el noviciado y el mismo obispo les confirió
las sagradas órdenes.
Eran, digámoslo así, Damón y Pithias
tonsurados, Orestes y Pílades con cerquillo.
No pasaron ciertamente por frailes de gran ciencia, ni lucieron
sermones gerundianos, ni alcanzaron sindicato, procuración
o pingüe capellanía, y ni siquiera dieron que hablar
a la murmuración con un escándalo callejero o una
querella capitular.
Jamás asistieron a lidia de toros, ni después de
las ocho de la noche se les encontró barriendo con los
hábitos las aceras de la ciudad. ¡Vamos!
¡Cuando yo digo que sus reverencias eran unos
benditos!
Eran dos frailes de poco meollo, de ninguna enjundia, modestos y
de austeras costumbres; como quien dice, dos frailes de misa y
olla y pare usted de contar.
Pero ni en la santidad del claustro hay espíritu
tranquilo, y aunque no mundana, sino muy ascética, fray
Venancio tenía una preocupación constante.
Los dominicos, agustinos franciscanos y hasta los juandedianos y
barbones o belethmitas ostentaban con orgullo en su primer
claustro las principales escenas de la vida de sus santos
patrones, pintados en lienzos que, a decir verdad, no seducen por
el mérito artístico de los pinceles.
¡Qué vergüenza! Los mercenarios no adornaban su
claustro con la vida de San Pedro Nolasco.
Al pensar así, había en el ánima de nuestro
buen religioso su puntita de envidia.
Y esto era lo que le escarabajeaba a fray Venancio y lo que hizo
voto de realizar en pro del decoro de su comunidad.
El padre Antolín, para quien el padre Venancio no
tenía secretos, creyó irrealizable el
propósito; pues los lienzos no los pintan ángeles,
sino hombres que, como el abad, de lo que cantan yantan.
Según el cálculo de ambos frailes, eran precisos
diez mil duros por lo menos para la obra.
El padre Venancio no se descorazonó, y contestó a
su compañero que con fe y constancia se allanan imposibles
y se verifican milagros. Y entre ellos no se volvió a
hablar más del asunto.
Pero el padrecito se echó pacientemente a juntar realejos,
y cada vez que de las economías de su mesada conventual,
alboroques, limosna de misas y otros gajes alcanzaba a ver
apiladas sesenta pulidas onzas de oro, íbase con gran
cautela al portal de Botoneros y entraba en la tienda de don
Marcos Guruceta, comerciante que gozaba de gran reputación
de probidad y que por ello era el banquero o depositario de los
caudales de muchos prójimos.
Y el depósito se realizaba sin que mediase una tira de
papel; pues la honorabilidad del mercader, hombre que diariamente
cumplía con el precepto, que comulgaba en las grandes
festividades y que era mayordomo de una archicofradía, se
habría ofendido si alguno le hubiese exigido recibo u otro
comprobante. ¡Qué tiempos tan patriarcales! Haga
usted hoy lo propio y verá dónde le llega el
agua.
Sumaban ya seis mil pesos los entregados por fray Venancio,
cuando una noche se sintió éste acometido de un
violento cólico miserere, enfermedad muy frecuente en esos
siglos, y al acudir fray Antolín encontró a su
alter ego con las quijadas trabadas y en la agonía. No
pudo, pues, mediar entre ellos la menor confidencia y fray
Venancio fue al hoyo.
El honrado comerciante, viendo que pasaban meses y meses sin que
nadie le reclamase el depósito, llegó a
encariñarse por él y a mirarlo como cosa propia.
Pero a San Pedro Nolasco no hubo de parecerle bien quedarse sin
lucir su gallardía en cuadros al óleo.
II
Y pasaron años de la muerte de fray Venancio.
Dormía una noche tranquilamente el padre Antolín, y
despertó sobresaltado sintiendo una mano fría que
se posaba en su frente.
Un cerillo encendido bajo una imagen de la Virgen Protectora de
Cautivos esparcía en la celda débiles y misteriosos
reflejos.
A la cabecera de la cama y en una silla de vaqueta estaba sentado
fray Venancio.
-No te alarmes -dijo el aparecido-, Dios me ha dado licencia para
venir a encomendarte un asunto. Ve mañana al
mediodía al portal de Botoneros y pídele a don
Marcos Guruceta seis mil pesos que le di a guardar y que
están destinados para poner en el primer claustro la vida
de nuestro santo patrón.
Y dicho esto, la visión desapareció.
El padre Antolín se quedó como es de presumirse.
Cosa muy seria es ésta de oír hablar a un
difunto.
Por la mañana se acercó nuestro asustado religioso
al comendador de la orden y le refirió, sueño o
realidad, lo que le había pasado.
-Nada se pierde, hermano -contestó el superior-, con que
vea a Guruceta.
En efecto, mediodía era por filo cuando fray
Antolín llegaba al mostrador del comerciante y le
hacía el reclamo consabido. Don Marcos se subió al
cerezo, y díjole que era un fraile loco o
trapalón.
Retirose mohíno el comisionado; pero al llegar a la
portería de su convento, saliole al encuentro un fraile en
el cual reconoció a fray Venancio.
-Y bien, hermano, ¿cómo te ha ido?
-Malísimamente, hermano -contestó el interpelado-.
Guruceta me ha tratado de visionario y embaucador:
-¿Sí? Pues vuelve donde él y dile que si no
se allana a pagarte voy yo mismo dentro de cinco minutos por mi
plata.
Fray Antolín regresó al portal, y al verlo don
Marcos entrar por la puerta de la tienda, le dijo:
-¿Vuelve usted a fastidiarme?
-Nada de eso, señor Guruceta. Vengo a decirle que dentro
de pocos instantes estará aquí fray Venancio en
persona a entenderse con usted. Yo me he adelantado a
esperarlo.
Al oír estas palabras y ante el aplomo con que fueron
dichas, experimentó Guruceta una conmoción
entraña, y decididamente temió tener que
habérselas con una alma de la otra vida.
-Que no se moleste en venir fray Venancio -dijo tartamudeando-.
Es posible que, con tanto asunto como tengo en esta cabeza, haya
olvidado que me dio dinero. Sea de ello lo que fuere, pues el
propósito es cristiano y yo muy devoto de San Pedro
Nolasco, mande su paternidad un criado por las seis
talegas.
La religiosidad de los limeños suplió con limosnas
y donativos la suma que faltaba para el pago de pintores; y un
año después, en la festividad del patrón, se
estrenaban los lienzos que conocemos.
Tal es la tradición que en su infancia oyó contar
el que esto escribe a fray León Fajardo,
respetabilísimo sacerdote y comendador de la Merced.