Fruto de juveniles devaneos dejó Gonzalo Pizarro una hija,
bautizada con el nombre de Inés, y que al finar su padre
en el cadalso contaba muy poco más de cinco años.
De pocos con más propiedad que del infortunado caudillo
pudo decirse con un poeta antiguo.
«Ave que cansa su vuelo
Por tender a lo infinito,
Tal vez se estrella en el suelo
Por ambicioso prurito».
Confiscada la hacienda del rebelde en provecho del real tesoro,
llegó Doña Inés a la pubertad en
condición vecina a la miseria y mantenida por la
generosidad de los poquísimos parciales y amigos del
difunto. Uno de ellos decidió conducir a España a
la doncella, creyendo que sería acogida por su tío
Hernando Pizarro con el cariño de pariente.
En vano Doña Inés se arrojó en Madrid a las
plantas del monarca, pidiéndole la rehabilitación
del nombre y derechos de su padre. El sombrío Felipe II se
mantuvo implacable.
En vano puso en juego la infeliz joven todo linaje de esfuerzos
para conseguir del Consejo de Indias que, por lo menos, la cabeza
de Gonzalo fuese quitada del rollo en la plaza Mayor de Lima,
donde se ostentaba como infamante memoria del vencido caudillo.
Las lágrimas de la huérfana caían sobre los
cortesanos del demonio del Mediodía como la lluvia sobre
el arenal.
Entonces acudió a su tío Hernando,
imaginándose encontrar en él un corazón a
quien hacer partícipe de las penas del suyo.
¡Horrible desilusión! El hermano de su padre la
apostrofó con estas feroces palabras:
-¡Hija de mala madre y de peor padre, apártate de mi
vista! Yo no soy deudo de ese traidor Gonzalo de quien me
hablas.
Despreciada de todos en España, emprendió
Doña Inés viaje de regreso a Lima,
diciéndose: «A mi tierra me vuelvo, que Dios no se
ha muerto de viejo, y en este mundo endiablado no hay bien
cumplido ni mal acabado». Así la fama de su belleza
como la de sus desventuras en la corte, eran tema obligado de
conversación en el Perú; y cuando se hablaba de su
próxima llegada, dos hidalgos se presentaron al virrey,
conde de Nieva, solicitando la mano de la hija del
ajusticiado.
Era el uno Don Lorenzo de Cepeda Ahumada, hermano de Santa
Teresa.
Era el otro Don Baltasar de Contreras, español
también, mancebo de veinte años y a quien,
niño aún, habían traído sus padres a
Lima.
El virrey resolvió dejar iguales a los romancescos galanes
de dama a quien ni por retrato conocían, y escogió
para marido de Doña Inés a un hombre de edad madura
y de cuantiosa fortuna.
Al desembarcar la hija de Gonzalo, se encontró con la
sorpresa de que no era ya libre para disponer de su suerte, y
aceptó de buen grado el esposo que le habían
elegido.
El hermano de Santa Teresa, al fin hombre de mundo, se
encogió de hombros y asistió a la boda
acompañado de Contreras, el otro pretendiente desairado.
Pero el fantástico joven, al conocer a la novia, se
sintió verdaderamente apasionado de ella, y
abandonó el templo sin presenciar el fin de la ceremonia.
Tres días después, Don Baltasar de Contreras
vestía el hábito de religioso agustino. Fue un
sacerdote ejemplar por su talento y virtudes, y asociado al padre
Juan Vera, conocido con el mote del Pecador, fundó en 1619
el conventillo o Recolección de Guía.
El padre Contreras hizo un viaje a España; no quiso
aceptar un obispado con que le brindaron en la corte; y
después de haber ejercido los principales cargos de la
orden, murió en Lima en 1632 y de edad casi
nonagenaria.
En cuanto a la hija del ajusticiado, fue incansable en defender y
honrar la memoria de su valiente y generoso padre, cuya cabeza
vio, al fin, robada de la picota y puesta en lugar sagrado.