Dicen los fatalistas que la que está de condenarse, desde
chiquita no reza; que a cerdo que es para boca de lobo, no hay
San Antón que lo guarde, y que el que nació para
ahogarse, pierde el resuello en un charco de ranas.
No parece sino que para dar razón a tal doctrina, matadora
del libre albedrío y anatematizada por la Iglesia, hubiera
Dios echado al mundo a Juan de Porras, soldado que
acompañó a Pizarro en la proeza de Cajamarca y a
quien tocó del tesoro acumulado para el rescate de
Atahualpa una partija de ciento ochenta y un marcos de plata,
cuatro mil quinientas cuarenta onzas de oro.
Juan de Porras blasonaba de hidalgo, y decía que el escudo
de su familia era un perro negro atado a una maza o porra en
campo de oro; y ciertamente que esas son las armas de los Porras
en todos los libros de heráldica, que por incidencia hemos
consultado.
Corriendo los días, Juan de Porras, que era de genio
inquieto y revoltoso entre los revoltosos, pasose del bando del
marqués al del adelantado Don Diego, y como todos sus
compañeros de desdicha, después de la batalla de
las Salinas, tuvo que pasar la pena negra, porque el vencedor dio
palo de firme a los vencidos. ¡Eso sí que fue
argolla y no la de mi paisano!
Al fin reventó la cuerda, y armada en Lima la tremenda
para asesinar a Francisco Pizarro, fue Porras uno de los que, con
Juan de Rada, salieron del callejón de los Clérigos
en demanda del gobernador. La mayor parte de los conjurados eran
de aquella gente, malvada y fanática a la vez, que se
persigna al ir a cometer un crimen y exclama: «Madre y
señora mía del Carmen, que me salga bien dada esta
puñalada, y te ofrezco un cirio de a libra para tu
altar».
Gómez Pérez, otro de los conjurados, dio un rodeo
para no meter los pies en un charco de agua, formado por la
ligera lluvia o garúa con que el invierno se manifiesta en
Lima, y Rada lo apostrofó con estas palabras:
-Cargado de hierro, cargado de miedo. ¡Vamos a
bañarnos en sangre, y vuesa merced está huyendo de
mojarse los pies! Andad y volveos, que no servís para el
caso.
Juan de Porras también le clavó un puyazo a su
compañero.
Vaya, Gómez Pérez, que estáis hecho una
doña Melindres y que el charco se os antoja brazo de
mar.
Y tras de echar un taco redondo, puso los pies en mitad del
charco, diciendo:
-¡Caracoles! ¡Ahógueme yo en tan poca
agua!
-¡Oígate Dios, compadre, y lo que dice tu lengua
pague tu gorja! -le contestó Gómez Pérez,
entre mohíno y zumbático; y obedeciendo la orden de
Juan de Rada se regresó el muy cobardote al
callejón de los Clérigos.
Gómez Pérez fue un pícaro de encargo,
díscolo, fanfarrón y gallina, y que anduvo siempre
más torcido que conciencia de escribano. Así lo
pintan los historiadores. Pero es preciso convenir en que a veces
Dios está con humor de gorja, porque oye hasta la plegaria
de los pícaros.
Y si no, van ustedes a saber cómo oyó la de
Gómez Pérez.
Cuando Gonzalo Pizarro, alzado ya contra el virrey Blasco
Núñez de Vela, llegó a Lima para recibir de
los oidores y vecinos el nombramiento de gobernador del
Perú, fue uno de sus primeros actos echarse a perseguir a
varios de los que, con razón o sin ella, eran tildados de
desafectos a su causa, y entre ellos al capitán Garcilaso
de la Vega, quien tomó asilo en el convento de Santo
Domingo.
Don Francisco de Carbajal recibió la orden de allanar el
convento y no dejar escondrijo sin registro, y para cumplirla
acompañose de Porras y cuatro soldados. Cedamos
aquí la palabra al cronista de Los Comentarios Reales, que
él cuenta las cosas sin floreos y mejor de lo que nuestra
pluma pudiera hacerlo. Así no tendrá nadie derecho
para decirme que hablo a la birlonga.
«Alzó Carbajal los manteles del altar mayor, que era
hueco, y vio a un infeliz soldado, Rodrigo Núñez,
que también andaba fugitivo. Mas como no era Garcilaso,
que era el que Carbajal tenía empeño en prender,
soltó los manteles diciendo en alta voz: «No
está aquí el que buscamos». En pos de
él llegó Porras, y mostrándose muy
diligente, alzó los manteles y descubrió al que ya
Carbajal había perdonado, y dijo: «Aquí hay
uno de los traidores». A Carbajal le pesó de que lo
descubriese, y dijo con mal gesto: «Ya yo lo había
visto». Mas como el pobre soldado fuese de los muy culpados
contra Gonzalo, no pudo excusarse Carbajal de ahorcarlo
sacándolo confesado del convento.
Pero Dios castigó pronto al denunciante. Tres meses
después salió Porras a desempeñar una
comisión en Huamanga. El caballo, que iba caluroso,
cansado y sediento, se puso a beber en un charquito
pequeño donde el mismo Porras le guió para que
bebiese, y habiendo bebido se dejó caer en el charco y
tomó una pierna a su amo debajo, y acertó Porras a
caer hacia la parte alta de donde venía el agua. No pudo
salir de debajo del caballo ni tuvo maña para que
éste se levantara, y así se estuvieron quedos hasta
que se ahogó Porras con tan poca agua que no llegaba, con
estar caído, ni al pescuezo del caballo. Vinieron otros
caminantes, levantaron al animal y enterraron al
jinete».
Tan ridículo fin como Juan de Porras tuvo Diego
Núñez de Mercado, factor de la Nueva Toledo y uno
de los asesinos del marqués. Murió por consecuencia
de un mordisco que le dio en el cuello su propio caballo.
Desde entonces quedó por refrán, entre los
españoles del Perú, el decir, cuando un cristiano
se atortola y mete en confusiones por asunto que no es de
gravedad o que tiene fácil remedio:
«¡Eh! No hay que ahogarse en poca agua, como Juan de
Porras», refrán que era de uso constante en boca de
Carbajal.