Crónica de la época del trigésimo octavo
virrey del Perú
Preguntábamos hace poco tiempo a cierto anciano amigote
nuestro sobre la edad que podría contar una respetable
matrona de nuestro conocimiento; y el buen viejo, que gasta
más agallas que un ballenato, nos dijo después de
consultar su caja de polvillo:
-Yo le sacaré de curiosidad, señor cronista. Esa
señora nació dos años antes de que se
volviera a España el virrey de la adivinanza... Conque
ajuste usted la cuenta.
La respuesta nada tenía de satisfactoria; porque
así sabíamos quién fue el susodicho virrey,
como la hora en que el goloso padre Adán dio el primer
mordisco a la agridulce manzana del Edén.
-¿Y quién era ese señor adivino?
-¡Hombre! ¿No lo sabe usted? El virrey Abascal, ese
virrey a quien debe Lima su cementerio y la mejor escuela de
Medicina de América, y bajo cuyo gobierno se
recibió la última partida de esclavos africanos,
que fueron vendidos a seiscientos pesos cada uno.
Pero por más que interrogamos al setentón nada
pudimos sacar en limpio, porque él estaba a obscuras en
punto a la adivinanza. Echámonos a tomar lenguas, tarea
que nos produjo el resultado que verá el lector, si tiene
la paciencia de hacernos compañía hasta el fin de
este relato.
I
¡Fortuna te dé dios!
Cuentan que el asturiano Don Fernando de Abascal era en sus verdes
años un hidalgo segundón, sin más bienes que
su gallarda figura y una rancia ejecutoria que probaba siete
ascendencias de sangre azul, sin mezcla de moro ni judío.
Viéndose un día sin blanca y aguijado por la
necesidad, entró como dependiente de mostrador en una a la
sazón famosa hostería de Madrid contigua a la
Puerta del Sol, hasta que su buena estrella le deparó
conocimiento con un bravo alférez del real
ejército, apellidado Valleriestra, constante parroquiano
de la casa, quien brindó a Fernandico una plaza en el
regimiento de Mallorca. El mancebo asió la ocasión
por el único pelo de la calva, y después de gruesas
penurias y dos años de soldadesca, consiguió
plantarse la jineta; y tras un gentil sablazo, recibido y
devuelto en el campo de batalla de 1775, pasó sin
más examen a oficial. A contar de aquí,
empezó la fortuna a sonreír a don Fernando, tanto
que en menos de un lustro ascendió a capitán como
una loma.
Una tarde en que a inmediaciones de uno de los sitios reales
disciplinaba su compañía, acertó a pasar la
carroza en que iba de paseo su majestad, y por uno de esos
caprichos frecuentes no sólo en los monarcas, sino en los
gobernantes republicanos, hizo parar el carruaje para ver
evolucionar a los soldados. En seguida mandó llamar al
capitán, le preguntó su nombre, y sin más
requilorio le ordenó regresar al cuartel y constituirse en
arresto.
Dábase de calabazadas nuestro protagonista, inquiriendo en
su magín la causa que podría haberlo hecho incurrir
en el real desagrado; pero cuanto más se devanaba el
caletre, más se perdía en extravagantes conjeturas.
Sus camaradas huían de él como de un apestado; que
cualidad de las almas mezquinas es abandonar al amigo en la hora
de la desgracia, viniendo por ende a aumentar su zozobra el
aislamiento a que se veía condenado.
Pero como no queremos hacer participar al lector de la misma
angustia, diremos de una vez que todo ello era una amable chanza
del monarca, quien vuelto a Madrid llamó a su secretario,
y abocándose con él:
-¿Sabes -le interrogó- si está vacante el
mando de algún regimiento?
-Vuestra majestad no ha nombrado aún el jefe que ha de
mandar, en la campaña del Rosellón, el regimiento
de las Órdenes militares.
-Pues extiende un nombramiento de coronel para el capitán
Don José Fernando de Abascal, y confiérele ese
mando.
Y su majestad salió dejando cariacontecido a su
ministro.
Caprichos de esta naturaleza eran sobrado frecuentes en Carlos
IV. Paseando una tarde en coche, se encontró detenido por
el Viático que marchaba a casa de un moribundo. El rey
hizo subir en su carroza al sacerdote, y cirio en mano
acompañó al Sacramento hasta el lecho del enfermo.
Era éste un abogado en agraz que, restablecido de su
enfermedad, fue destinado por Carlos IV a la Audiencia del Cuzco,
en donde el zumbón y epigramático pueblo lo
bautizó con el apodo del oidor del Tabardillo. Sigamos con
Abascal.
Veinticuatro horas después salía de su arresto,
rodeado de las felicitaciones de los mismos que poco antes le
huían cobardemente. Solicitó luego una entrevista
con su majestad, en la que tras de darle las gracias por sus
mercedes, se avanzó a significarle la curiosidad que lo
aquejaba de saber lo que motivara su castigo.
El rey, sonriendo con aire paternal, le dijo:
-¡Ideas, coronel, ideas!
Terminada la campaña de Rosellón, en que
halló gloriosamente tumba de soldado el comandante en jefe
del ejército Don Luis de Carbajal y Vargas, conde de la
Unión y natural de Lima, fue Abascal ascendido a brigadier
y trasladado a América con el carácter de
presidente de la Real Audiencia de Guadalajara.
Algunos años permaneció en México Don
Fernando, sorprendiéndose cada día más del
empeño que el rey se tomaba en el adelanto de su carrera.
Claro es también que Abascal prestaba
importantísimos servicios a la corona. Baste decir que al
ser trasladado al Perú con el título de virrey,
hizo su entrada en Lima, por retiro del Excmo. Sr. Don Gabriel de
Avilés, a fines de julio de 1806, anunciándose como
mariscal de campo, y que seis años después fue
nombrado marqués de la Concordia, en memoria de un
regimiento que fundó con este nombre para calmar la
tempestad revolucionaria y del que, por más honrarlo, se
declaró coronel.
Abascal fue, hagámosle justicia, esclarecido militar,
hábil político y acertado administrador.
Murió en Madrid en 1821, a los setenta y siete años
de edad, invistiendo la alta clase de capitán
general.
Sus armas de familia eran: escudo en cruz; dos cuarteles en gules
con castillo de plata, y dos en oro, con un lobo de sable
pasante.
II
Gajes del oficio
Allá por los años de 1815, cuando la popularidad de
virrey don José Fernando de Abascal comenzaba a
convertirse en humo, cosa en que siempre viene a parar el
incienso que se quema a los magnates, tocole a su excelencia
asistir a la Catedral en compañía del Cabildo, Real
Audiencia y miembros de la por entonces magnífica
Universidad de San Marcos, para solemnizar una fiesta de tabla.
Habíase encargado del sermón un reverendo de la
orden de predicadores, varón muy entendido en
súmulas, gran comentador de los santos padres y sobre cuyo
lustroso cerviguillo descansaba el doctoral capelo.
Subió su paternidad al sagrado púlpito,
ensartó unos cuantos latinajos, y después de media
hora en que echó flores por el pico ostentando una
erudición indigesta y gerundiana, descendió muy
satisfecho entre los murmullos del auditorio.
Su excelencia, que tenía la pretensión de hombre
entendido y apreciador del talento, no quiso desperdiciar la
ocasión que tan a las manos se le presentaba, aunque para
sus adentros el único mérito que halló al
sermón fue el de la brevedad, en lo cual, según el
sentir de muy competentes críticos de esa época, no
andaba el señor marqués descaminado. Así es
que cuando el predicador se hallaba más embelesado en la
sacristía, recibiendo plácemes de sus allegados y
aduladores, fue sorprendido por un ayuda de campo del virrey que
en nombre de su excelencia le invitaba a comer en palacio. No se
lo hizo por cierto repetir el convidado y contestó que,
con sacrificios de su modestia, concurriría a la mesa del
virrey.
Un banquete oficial no era en aquellos tiempos tan expansivo como
en nuestros días de congresos constitucionales; sin
embargo de que ya, por entonces, empezaba la república a
sacar los pies del plato y se hablaba muy a las callandas de
patria y de libertad. Pero, volviendo a los banquetes, antes de
que se me vaya el santo al cielo por echar una mano de
político palique, si bien no lucía en ellos la
pulcra porcelana, se ostentaba en cambio la deslumbradora vajilla
de plata; y si se desconocía la cocina francesa con todos
sus encantos, el gusto gastronómico encontraba mucho de
sólido y suculento, y váyase lo uno por lo
otro.
Nuestro reverendo, que así hilvanaba un sermón como
devoraba un pollo en alioli o una sopa teóloga con
prosaicas tajadas de tocino, hizo cumplido honor a la mesa de su
excelencia; y aun agregan que se puso un tanto chispo con sendos
tragos de catalán y Valdepeñas, vinos que, sin
bautizar, salían de las moriscas cubas que el
marqués reservaba para los días de mantel largo,
junto con el exquisito y alborotador aguardiente de
Motocachi.
Terminada la comida, el virrey se asomó al balcón
que mira a la calle de los Desamparados, y allí
permaneció en sabrosa plática con su comensal hasta
la hora del teatro, única distracción que se
permitía su excelencia. El fraile, a quien el calorcillo
del vino prestaba más locuacidad de la precisa, dio gusto
a la lengua, desatándola en bellaquerías que su
excelencia tomó por frutos de un ingenio
esclarecido.
Ello es que en esa noche el padre obtuvo una pingüe
capellanía, con la añadidura de una cruz de
brillantes para adorno de su rosario.
III
Sucesos notables en la época de Abascal
A los cuatro meses de instalado en el gobierno don José
Fernando de Abascal, y en el mismo día en que se celebraba
la inauguración de la junta propagadora del fluido vacuno,
llegó a Lima un propio con pliegues que comunicaban la
noticia de la reconquista de Buenos Aires por Liniers. El propio,
que se apellidaba Otayza, hizo el viaje de Buenos Aires a Lima en
treinta y tres días, y quedó inutilizado para
volver a montar a caballo. El virrey le asignó una
pensión vitalicia de cincuenta pesos; que lo rápido
de tal viaje raya, hoy mismo, en lo maravilloso y hacía al
que lo efectuó digno de recompensa.
El 1º de diciembre de 1806 se sintió en Lima un
temblor que duró dos minutos y que hizo oscilar las torres
de la ciudad. La braveza del mar en el Callao fue tanta, que las
olas arrojaron por sobre la barraca del capitán del puerto
una ancla que pesaba treinta quintales. Gastáronse ciento
cincuenta mil pesos en reparar las murallas de la ciudad, y nueve
mil en construir el arco o portada de Maravillas.
En 1808 se instaló el Colegio de abogados y se
estrenó el cementerio general, en cuya fábrica se
emplearon ciento diez mil pesos. Dos años después
se inauguró solemnemente el colegio de San Fernando para
los estudiantes de Medicina.
Entre los acontecimientos notables de los años 1812 y 1813
consignaremos el gran incendio de Guayaquil que destruyó
media ciudad, un huracán que arrancó de raíz
varios árboles de la alameda de Lima, terremotos en Ica y
Piura y la abolición del Santo Oficio.
En octubre de 1807 se vio en Lima un cometa, y en noviembre de
1811 otro que durante seis meses permaneció visible sin
necesidad de telescopio.
Los demás sucesos importantes -y no son pocos- de la
época de Abascal se relacionan con la guerra de
Independencia, y exigirían de nosotros un estudio ajeno a
la índole de las Tradiciones.
IV
Que trata del ingenioso medio de que se valió un fraile
para obligar al marqués a renunciar el gobierno
El virrey, que se encontraba hacía algún tiempo en
lucha abierta con los miembros del Cabildo y el alto clero, se
burlaba de los pasquines y anónimos que pululaban, no
sólo en las calles, sino hasta en los corredores de
palacio. La grita popular, que amenazaba tomar las serias
proporciones de un motín, tampoco le inspiraba temores,
porque su excelencia contaba con dos mil quinientos soldados para
su resguardo, y con cuerdas nuevas de cáñamo para
colgar racimos humanos en una horca.
Que Abascal era valiente hasta la temeridad lo comprueba, entre
muchas acciones de su vida, la que vamos a apuntar.
Hallábase, como buen español, durmiendo siesta en
la tarde del 7 de noviembre de 1815 cuando le avisaron que en la
plaza de Santa Catalina estaba formado el regimiento de
Extremadura en plena rebeldía contra sus jefes, y que la
desmoralización se había extendido ya a los
cuarteles de húsares y dragones. El virrey montó
precipitadamente a caballo, y sin esperar escolta penetró
solo en los cuarteles de los sublevados, bastando su presencia y
energía para restablecer el orden.
Realizada por entonces la Independencia de algunas
repúblicas americanas, la idea de libertad hacía
también su camino en el Perú. Abascal había
sofocado la revolución en Tacna y en el Cuzco, y sus
esfuerzos por el momento se consagraban a vencerla en el Alto
Perú. Mientras él permaneciese al frente del poder
juzgaban los patriotas de Lima que era casi imposible salir
avante.
Felizmente, el premio otorgado por Abascal al molondro predicador
vino a sugerir a otro religioso agustino, el padre Molero, hombre
de ingenio y de positivo mérito, que sus motivos
tendría para sentirse agraviado, la idea salvadora que sin
notable escándalo fastidiase a su excelencia
obligándole a irse con la música a otra parte. Para
ejecutar su plan le fue necesario ganarse al criado en cuya
lealtad abrigaba más confianza el virrey, y he aquí
cómo se produjo el mayor efecto a que un sermoncillo de
mala muerte diera causa.
Una mañana, al acercarse el marqués de la Concordia
a su mesa de escribir, vio sobre ella tres saquitos, los que
mandó arrojar a la calle después de examinar su
contenido. Su excelencia se encolerizó, dio voces
borrascosas, castigó criados, y aun es fama que se
practicaron dos o tres arrestos. La broma probablemente no le
había llegado a lo vivo hasta que se repitió a los
quince días.
Entonces no alborotó el cotarro, sino que muy
tranquilamente anunció a la Real Audiencia que no
sentándole bien los aires de Lima y necesitando su salud
de los cuidados de su hija única, la hermosa Ramona
Abascal -que recientemente casada con el brigadier Pereira
había partido para España-, se dignase apoyar la
renuncia que iba a dirigir a la corte. En efecto, por el primer
galeón que zarpó del Callao para Cádiz
envió el consabido memorial, y el 7 de julio de 1816
entregó el mando a su favorito Don Joaquín de la
Pezuela.
Claro, muy claro vio Abascal que la causa de la corona era
perdida en el Perú, y como hombre cuerdo prefirió
retirarse con todos sus laureles. Él escribió a uno
de sus amigos de España estas proféticas palabras:
«Harto he hecho por atajar el torrente, y no quiero, ante
la historia y ante mi rey, cargar con la responsabilidad de que
el Perú se pierda para España entre mis manos. Tal
vez otro logre lo que yo no me siento con fuerzas para
alcanzar».
La honradez política de Abascal y su lealtad al monarca
superan a todo elogio. Una espléndida prueba de esto son
las siguientes líneas, que transcribimos de su
biógrafo Don José Antonio de Lavalle.
«España, invadida por las huestes de
Napoleón, veía atónita los sucesos del
Escorial, el viaje a Bayona y la prisión de Valencey, e
indignada de tanta audacia, levantábase contra el
usurpador. Pero con la prisión del rey se había
perdido el centro de gravedad en la vasta monarquía de
Fernando VII; y las provincias americanas, aunque
tímidamente aún, comenzaban a manifestar sus deseos
de separarse de una corona que moralmente no existía ya.
Dicen que en Lima se le instó a Abascal para que colocase
sobre sus sienes la corona de los Incas. Asegúrase que
Carlos IV le ordenó que no obedeciese a su hijo; que
José Bonaparte le brindó honores, y que Carlota, la
princesa del Brasil, le dio sus plenos poderes. El noble anciano
no se dejó deslumbrar por el brillo de una corona. Con las
lágrimas en los ojos cerró los oídos a la
voz del que ya no era su rey; despreció indignado los
ofrecimientos del invasor de su patria, y llamó
respetuosamente a su deber a la hermana de Fernando. La
población de Lima esperaba con la mayor ansiedad el
día destinado para jurar a Fernando VII; pues nadie
ignoraba las encontradas intrigas que rodeaban a Abascal, la
gratitud que éste tenía a Carlos IV y la amistad
que lo unía a Godoy. El anhelo general en Lima era la
independencia bajo el reinado de Abascal. Nobleza, clero,
ejército y pueblo lo deseaban, y lo esperaban. Las tropas
formadas en la Plaza, el pueblo apiñado en las calles, las
corporaciones reunidas en palacio aguardaban una palabra.
Abascal, en su gabinete, era vivamente instado por sus amigos.
Hombre al fin, sus ojos se deslumbraron con el esplendor del
trono, y dicen que vaciló un momento. Pero volviendo luego
en sí, tomó su sombrero y salió con reposado
continente al balcón de palacio, y todos le escucharon
atónitos hacer la solemne proclamación de Fernando
VII y prestar juramento al nuevo rey. Un grito inmenso de
admiración y entusiasmo acogió sus palabras, y el
rostro del anciano se dilató con el placer que causa la
conciencia del deber cumplido; placer tanto más intenso
cuanto más doloroso ha sido vencer, para alcanzarlo, la
flaca naturaleza de la humanidad».
V
La curiosidad se pena
Ahora saquemos del limbo al lector.
El contenido de los saquitos que tan gran resultado produjeron
era:
SAL-HABAS-CAL
Sin consultar brujas descifró su excelencia esta charada
en acción. Sopla, vivo te lo doy, y si muerto me lo das,
tú me lo pagarás.
He aquí por qué tomó el tole para
España el Excmo. Sr. Don José Fernando de Abascal y
por qué es llamado el virrey del Acertijo.