Acabo de referir que uno de los tres primeros olivos que se
plantaron en el Perú fue reivindicado por un
prójimo chileno, sobre el cual recayó por el hurto
nada menos que excomunión mayor, recurso
terrorífico merced al cual años más tarde
restituyó la robada estaca, que a orillas del Mapocho u
otro río fuera la fundadora de un olivar famoso.
Cuando yo oía decir aceituna, una, pensaba que la frase no
envolvía malicia o significación, sino que era hija
del diccionario de la rima o de algún quídam que
anduvo a caza de ecos y consonancias. Pero ahí
verán ustedes que la erré de medio a medio, y que
así aquella frase como esta otra: aceituna, oro es una, la
segunda plata y la tercera mata, son frases que tienen historia y
razón de ser.
Siempre se ha dicho por el hombre que cae generalmente en gracia
o que es simpático: Éste tiene la suerte de las
aceitunas, frase de conceptuosa profundidad, pues las aceitunas
tienen la virtud de no gustar ni disgustar a medias, sino por
entero. Llegar a las aceitunas era también otra
locución con la que nuestros abuelos expresaban que
había uno presentádose a los postres en un convite
o presenciado sólo el final de una fiesta. Aceituna
zapatera llamaban a la oleosa que ha perdido color y buen sabor y
que por falta de jugo empieza a encogerse. Así
decían por la mujer hermosa a quien los años o los
achaques empiezan a desmejorar: «Estás, hija, hecha
una aceituna zapatera». Probablemente los cofrades de San
Crispín no podían consumir sino aceitunas de
desecho.
Cuentan varios cronistas, y citaré entre ellos al padre
Acosta, que es el que más a la memoria me viene, que a los
principios, en los grandes banquetes y por mucho regalo y
magnificencia, se obsequiaba a cada comensal con una aceituna. El
dueño del convite, como para disculpar una mezquindad que
en el fondo era positivo lujo, pues la producción era
escasa y carísima, solía decir a sus convidados:
caballeros, aceituna, una. Y así nació la
frase.
Ya en 1565, y en la huerta de don Antonio de Ribera, se
vendían cuatro aceitunas por un real. Este precio
permitía a un anfitrión ser rumboso, y desde ese
año eran tres las aceitunas asignadas para cada
cubierto.
Sea que opinasen que la buena crianza exige no consumir toda la
ración del plato, o que el dueño de la casa dijera,
agradeciendo el elogio que hicieran de las oleosas: Aceituna, oro
es una, dos son plata y la tercera mata, ello es que la
conclusión de la coplilla daba en qué cavilar a
muchos cristianos que, después de masticar la primera y
segunda aceituna, no se atrevían con la última, que
eso habría equivalido a suicidarse a sabiendas. «Si
la tercera mata, dejémosla estar en el platillo y que la
coma su abuela».
Andando los tiempos vinieron los de ño Cerezo, el
aceitunero del Puente, un vejestorio que a los setenta
años de edad dio pie para que le sacasen esta ingeniosa y
epigramática redondilla:
«Dicen por ahí que Cerezo
tiene encinta a su mujer.
Digo que no puede ser,
porque no puede ser eso».
Como iba diciendo, en los tiempos de Cerezo era la aceituna
inseparable compañera de la copa de aguardiente; y todo
buen peruano hacía ascos a la cerveza, que para amarguras
bastábanle las propias. De ahí la frase que se
usaba en los días de San Martín y Bolívar
para tomar las once (hoy se dice lunch, en gringo):
«Señores, vamos a remojar una
aceitunita».
Y ¿por qué -preguntará alguno- llamaban los
antiguos las once al acto de echar después del
mediodía un remiendo al estómago? ¿Por
qué?
Once las letras son del aguardiente.
Ya lo sabe el curioso impertinente.
Gracias a Dios que hoy nadie nos ofrece ración tasada y
que hogaño nos atracamos de aceitunas sin que nos asusten
frases. ¡Lo que va de tiempo a tiempo!
Hoy también se dice: aceituna, una; mas si es buena, una
docena.